Aquella tarde de domingo, aburrida y sin saber qué hacer, se pone a revisar trastos viejos arrumbados, y, entre ese revoltijo de vejeces, encuentra un cachivache extraño. Cuando logra sacarlo a luz comienza a limpiarle la mugre pegada. Y, a fuerza de fregarlo le aparece una piel reluciente con algunos manchones de óxido.
Los ojos son dos lamparitas y la boca con forma de banana muestra una sonrisa medio estúpida. Después del peso que le sacaron de encima parece contento de haber sido liberado y volver a ser.
La anciana recuerda. Allá lejos, entre las brumas de la memoria de cuando los chicos, ayudados por el padre y unos planos del colegio industrial, lo construyeron. El logro que los llenó de orgullo
fue esa maravilla mecánica. Ahora es como tenerlos a ellos y al José otra vez en casa, todos juntos. Emocionada por los recuerdos, gruesos lagrimones corren como ríos por sus profundas arrugas, y sonríe por las buenas cosas vividas. Las manos rugosas acarician esos objetos queridos, por el poder que tienen de revivir el pasado.
Recordó que al caminar producía ruidos raros y le salían chispas. ¿Cómo lo llamaban?… “Coco” ¡eso! le pareció un nombre bastante tonto. A ella no le gustaba nada pero, ver a ‘sus hombres’ tan felices le contagiaron la alegría.
A José, el último agosto se lo llevó después de una gripe complicada. Los chicos, ya hombres, viven fuera del país y ahora se sienten cada vez más lejanos. Amigos, pocos por esa mala costumbre de llegar a viejos y perder las ganas. Los vecinos, más o menos, cada cual en lo suyo sin tiempo para conversar o hacerle un poco de compañía. De los parientes mejor ni hablar, ya ni la visitan.
A José siempre le reprochaba haberse ido así, de pronto, dejándola tan sola.
—¡Si no eras tan viejo para morirte! —le decía a su omnipresencia.
—¿Cómo era que andaba esta porquería? ¿Dónde se enchufa?… Cuando llamen los chicos les pregunto.
Sonándose la nariz, busca el cable que no tiene, y en eso, de la espalda metálica se abre una tapa y aparece una ruginosa batería de auto.
Llama al mecánico del taller de enfrente para que trate de arreglarlo y lo ayuda a cargarlo en una carretilla,
—Cambiale lo que haga falta, nene, quiero que esta cosa ande.
—Está bien abuela, cuando lo tenga listo se lo traigo (esta vieja debe estar medio chiflada) —pensó.
A las pocas horas:
—Doña Maruca, aquí lo tiene, le cambiamos la batería nomás y… camina ¿Quiere verlo? —le dijo el mecánico, ahora maravillado.
Milagrosamente el Coco funciona, puede andar, mover los brazos. Prende y apaga los ojos como si los guiñara y le salen chispas de la mollera.
—Está bien, dejámelo en el patio bajo techo; que no se me moje por si llueve ¿viste?. Por ahí hasta puede servir para compañía al menos.
Lo mira al “Coco” y se reprocha haber gastado tanta plata en esa porquería. Si solo es un recuerdo, encima de flaco, feo y petiso como un enano.
—¡Qué cara de boludo tenés, podían haberte hecho mejor! —le dijo bastante disgustada.
Casi imperceptible, el muñeco hizo un pequeño movimiento y un chirrido “cri-cri” como un grillo o un crujido metálico.
—¡Me pareció verlo moverse, pero si yo lo apague de la llave!
Aullidos nocturnos, como siempre, de los gatos que no la dejan descansar, ella los soporta resignada sin animarse a espantarlos, no sea el caso que se le fuera a meter un chorro por la ventana que daba al patio…nunca se sabe.
Pero esa noche después de una ruidosa barahúnda se hizo silencio, ella lo consideró extraño. Al otro día al salir al patio ve algo raro en el piso, parece una oruga grande y no se atreve tocarla, se acerca con mucha precaución. Al moverla con el palo de la escoba, descubre que es el minino de al lado.
Pobrecito ¡Qué salvajes los gatos, cómo lo dejaron! Por las dudas no le digo nada al vecino, a ver si cree que se lo maté yo.
Bueno, por lo menos ahora podía descansar tranquila. Y, como si nada lo tiró al tacho de basura.
José, desde la imagen fotográfica le sonríe. Solo a veces, al notarlo serio lo reta porque la pone triste y le estropea el día. Como de costumbre, antes de acostarse le comenta las novedades del día, y al hablarle del “Coco” le pareció que a José se le iluminan los ojos y ensancha una sonrisa. Incrédula, segura de ser fruto de la imaginación, lo mira a través de la niebla de sus propias lágrimas,
—¡Qué raro si yo lo dejé bien derechito! —enderezó el retrato que colgaba en la cabecera de la cama y quedó pensativa— ¡qué raro! —volvió a repetir, pero sonrió como si la esperanza fuese posible. Esa noche los gatos no le dieron el acostumbrado concierto y Maruca pudo dormir como un lirón.
Demasiado tiempo frente al televisor y tanta sangre en hechos violentos la llenan de espanto condicionándola a vivir con miedo.
Una tarde después de ir a cobrar la jubilación, tiembla como una hoja al subir al colectivo para ir a casa. Ocupa uno de los últimos asientos con feo presentimiento. Se abraza a su cartera, mira horrorizada a los pasajeros que la rodean y piensa:
—Seguro adivinaron que llevo plata y me la quieren robar.
Al bajar camina rápido como si la corriese el diablo. Antes de llegar a la casa, varios muchachos sentados en la esquina, gesticulantes y a los gritos, toman cerveza y se fuman unos cigarrillos raros que comparten. Uno, que parecía conocerla, la mira desafiante y burlón como quién se siente intocable, inspira miedo y lo sabe.
Desocupados y con todo el tiempo del mundo, observan los movimientos del vecindario. Esa noche fue la elegida, Tulio, el que lleva la voz cantante, junto a un cómplice deciden ir a robarle.
—Cuando la vieja esté dormida, rompemos la ventana del patio y entramos a choriarla, si grita la cagamos bien a palos.
—Parece que cobró la jubilación —dijo su compinche con una sonrisa cruel, mientras se limpia la boca con la manga mugrienta como si le cayera un hilo de baba.
Es medianoche y la vieja duerme profundamente. Colarse por los techos les resulta más fácil de lo esperado y, al llegan al patio Tulio se concentra en cómo encajar la uña de la barreta en el lugar apropiado. Mientras el cómplice lo alumbra con un fósforo para ver donde debe aplicar el golpe a las bisagras que reventarán con un ruido seco. Rápidos y silenciosos, se relamen de gusto al pensar que no habría resistencia. Será más fácil que robarle caramelos a un chico.
—¿Escuchaste ese ruido? —preguntó el Tulio a su compinche.
Apagó el fósforo y, al oler el peligro quedan atentos hasta escuchar sus propios latidos y una respiración que ya dejaba de ser tranquila.
—No jodas, son los grillos —dijo el cómplice
El cri-cri viene del lado del garaje, ahora pueden escucharlo con claridad.
—Es un grillo te digo ¿no te das cuenta, boludo?
Se abocan de nuevo al trabajo, pero el silencio parece tener peso y transpiran sin que haga calor. El Tulio ya colocó la palanca bien en la hendidura, entre el marco y la hoja para darle el golpe de gracia. Mira al socio que se le apagó el fósforo y le llama la atención que no hubiese encendido otro. Queda tanteando en la oscuridad para terminar de una vez. En medio del silencio se siente observado. En ese momento Tulio sintió que mil aguijones de hierro le laceran el cuerpo, después, con un dolor imposible de soportar lanzó un alarido tal que quiebra el silencio de la noche.
A las corridas urgentes escapan trepando paredes y techos como si fuesen alimañas. El ruido de la barreta al caer rebotando en los mosaicos del piso, alertó al vecindario, después nada, silencio absoluto.
Doña Maruca se despierta sobresaltada por el barullo, cree que son otra vez los gatos y ni se movió de la cama. Pero a la mañana al salir a echarle agua a las plantas ve al “Coco” bajo el alero del garaje. Le sonríe como siempre pero no está como ella lo dejó. Lo nota medio inclinado apoyándose en el codo derecho. Entre los dedos de su mano metálica tiene un trozo de algo manchado con porquería que parece sangre.
—¡Las cosas que traen estos gatos de mierda! —dice Maruca y frunce la nariz con asco.
La inmundicia que parece ser un dedo, lo barre y lo tira a la basura.
Héctor Edgardo Scaglione