Un zapato de mujer

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                                                   Alma que como el viento vaga inquieta

                                                     y ruge cuando está sobre los mares”

                                                                   Alfonsina Storni               

Tres días antes habías llegado a Mar del Plata. Y en aquella nocturnidad de octubre tanto como en las anteriores, saliste a la calle sin advertirle a nadie. Como un presagio ansiabas la cercanía con el mar que, al verlo iluminado por el resplandor de la luna te pareció fantástico, bestial. Mientras gira en tu cabeza el postrer poema, “Voy a Dormir” que ese mismo día remitiste a Buenos Aires. Ahora, como acentuando designios, convertido en imágenes resuena en tu mente, hueco, sin significado. Ya no te alcanza con la palabra escrita. Aún así sonríes nostálgica al recordar la juventud junto al grupo de actores itinerantes. Con los sueños intactos y tantas imágenes convertidas en poesía.

Sin la magia del numen quedaste en tinieblas, sola y atrapada en medio de un laberinto. El dolor ahora ocupa tu tiempo.

En búsqueda de respuestas que nadie te puede dar, elegiste el lugar amado para contarle cuitas al piélago. Le hablas de soledades, de fracasos, del amor inconcluso junto al hombre, el de “Cuentos de la Selva” que, a pesar de su partida continua vivo en tu desvarío.

A la espera de algún indicio para entrar en íntima comunión, sin pudor, sin testigos ni impedimentos vagabas indecisa pero sin alejarte de la cercanía de la inefable presencia, dejando tus huellas sobre la arena que forman un camino sinuoso hasta la orilla y, el reflujo de las olas que te lamen los pies y vuelven.

Ese milenario siseo sobre la rompiente es la única respuesta. Al forzar el camino hacia él, alguien intentó detenerte, te toma del pie, para que no avances más. Con unas fuerzas que ignorabas poseer, luchaste con ese captor inanimado hasta escapar. A cambio le dejaste un zapato, tan solo ese pequeño zapato, mudo testigo de tu insolencia, que quedó entre las garras de hierros retorcidos que afloran de la escollera. Sin notarlo o sin importarte, continuaste el camino. Y de ahí, un corto trecho, a pocos pasos, triunfal, dueña de tus actos marchaste hacia el sendero de la liberación.

El mar dejó de ser la desmesurada boca negra que quería tragarte, ahora es tuyo, un amante incondicional y como si sellases un pacto con él, tu extremidad herida va dejando un sedero púrpura que se mezcla con el agua. Mientras te salpican las olas, sentís que son manos con ansias de poseerte, ser de ese mar tan amado, solo suya, de nadie más.

En ese instante un fuego interno te consume inundándote de placer. Esbozas una sonrisa y ese gesto, te dulcifica. Al llegar al extremo del espigón, las gotas de agua que se deslizan por tu cuerpo te hacen relucir como si fueras una diosa de alabastro. En concordancia a tan supremo instante, presa del clímax que te hace estremecer, avanzas hasta el borde, detienes los pasos frente al mar y el viento, esperas unos instantes, y como si fueses una gaviota extiendes las alas. No estas sola tus duendes te están esperando. 

Esa madrugada del día veintiséis, desde la costa, los pesqueros amarillos que zarparon al alba se los veía negros a esa luz incierta del amanecer, y a los pescadores, como sombras resaltadas por la claridad que se insinúa hacia oriente.                                          

Quien recorría los límites de su posesión playera, vio entre los hierros retorcidos del espigón, enfrentado a la calle Hipólito Yrigoyen, un pequeño zapato de mujer. Quitarlo fue trabajoso, pero una vez en sus manos trató de imaginar a la dueña, caminante nocturna y solitaria, caída en la trampa de ese boquete traicionero, como tallado a propósito para robárselo, y que luego continuase su camino. La huella sangrienta de su pie descalzo fue testigo que sucedió así.

 

                                   Héctor Edgardo Scaglione