UN RETORNO ESPERADO, la historia.

 

HOMBRE (2)

 

En vísperas de lo que promete ser una fiesta, las ansias para que llegue el momento invade al país, en especial a la eufórica Buenos Aires. No es para menos, luego de prolongado exilio y de muchas vicisitudes, llega el protagonista que, para bien o para mal había cambiado la historia de la Argentina.

La alegría electrizante se manifiesta en el brillo de los ojos de gente muy joven y la de los sin edad.

¿Vamos a Ezeiza a esperar al Macho? ―Me pregunta Sergio, amigo de filosóficas charlas de café y dueño del puesto de diarios en Carlos Pellegrini y Corrientes, justo frente al recordado bar ¨Colosseo¨, que ya no existe.

Seguro que sí, vamos. Le contesto.

Precisamente desde la plazoleta del obelisco salen los micros que llegan hasta la intersección de Av. General Paz y la autopista Richieri, el tramo restante, en medio de la muchedumbre, como se estableció, se continuará a pie.

Aquel martes 19 de junio de 1973, vísperas del día de la bandera, todos querían estar en Ezeiza para verlo, acercarse a él, poder tocarlo. Sería como un acto religioso generador de movimientos de masas nunca visto. Desde el día anterior hubo desplazamiento de contingentes desde todo el país que, al converger se convirtieron en verdaderas mareas humanas. Pese al peligro que ello significaba, los dirigentes partidarios demuestran, como siempre, idoneidad en el manejo de muchedumbres.

A la una de la madrugada de aquel miércoles 20 de junio subimos al micro gratuito que se llenó hasta los estribos. Cuando pudimos acomodarnos, un conocido nuestro se acerca y nos muestra, como si fuera la más preciada de sus posesiones, una pistola calibre 11.25.

Por si hay bronca con los de base, nos dijo.

El gesto decidido en su mirada, nos hizo considerar aconsejable no permanecer cerca de él y, apenas puestos en movimiento comenzamos a separarnos. Los ocupantes a coro cantaban la marcha partidaria hasta quedar roncos. Sergio y yo, como muchos, compartimos el desplazamiento por pura curiosidad y una pizca de entusiasmo.

Una vez llegados al cruce de las avenidas, había que caminar y lo hicimos acompañados por una gran cantidad de gente que brota desde centenares de micros, mezclados con los que llegan de a pie convergiendo en ese punto, como la cosa más habitual. Serían ya alrededor de las tres de la madrugada cuando nos encaminamos al puente Nro. 2.

Cada tanto nos sentamos en los bancos de troncos que bordean la autopista, mientras pasan los contingentes bien formados portando carteles que abarcan el ancho del viaducto. Muchos de quienes están sentados a la vera del camino, extienden las manos para ¨acariciar¨ el trasero de las muchachas a medida que van pasando. Éstas no dicen ni ay y los varones que las acompañan, evitando males mayores y no entrar en conflicto, tampoco.

A pesar de ese anónimo y repugnante accionar, continuamos nuestra marcha. Alrededor de las 8 de la mañana cuando los tenues rayos del sol invernal comienzan a iluminar. Con nuestra ropa y la piel impregnadas de humareda y olor a choripán, llegamos al puente N.º 1.

Lo que podemos ver a la luz que ese frío amanecer marca la verdadera dimensión de la desaforada multitud. No solo la cinta asfáltica rebalsa gente, también se extiende a las praderas aledañas.

La multitud es una Hidra de mil cabezas y, en el electrizado frío de esa mañana es como un presagio de la violencia que podía desatarse. Bastaba una orden, un movimiento en falso o cometer el mínimo error para desatar la hecatombe.

Los baños químicos instalados en cantidad y distribuidos en forma estratégica, rebalsaban mierda, y la gente sin distinción de sexo ni edad, hacen sus necesidades a la vista de todos sin ningún pudor.

En el puente sobre la Richieri, el elegido para los discursos, constaba de una tarima con cristales blindados y debajo, cerrado en forma de casamata también blindada, al mando del coronel Jorge Osinde con las tropas de mercenarios argelinos, rubios, altos y armados hasta los dientes, dispuestos a defender la vida del líder, matar o morir en su nombre.

Al cruzar al otro lado del puente, el panorama muestra otras caras de la Hidra ¿Hércules podría derrotar a semejante monstruo? Jóvenes recién llegados, pelilargos y barbados, bajan de una cantidad variopinta de micros, abren las mochilas desplegando sobre el césped el contenido, un verdadero arsenal de armas largas de gran calibre que, sin el menor recato y a la vista de todo el mundo montan con parsimonia, gatillando en seco para probarlas.

La muchedumbre, como hipnotizada, todavía no mide las consecuencias de semejante despliegue y trata de llegar como puede al puente N.º 1 para que, luego de aterrizar el avión que lo trae desde España poder verlo, tocar o estar cerca de él.

 

En vista del peligro que se cierne, con Sergio comenzamos a desandar el camino. Las cabezas de la Hidra ahora, al darse cuenta que estamos alterando el orden, giran en nuestra dirección y nos gritan:

¡Vuelvan porteños, no sean cagones!

Somos una manteca en nuestra debilidad y, para evitar males mayores, contestamos a la vociferante turba, con los brazos en alto haciendo la V de victoria al grito de: ¡VIVA PERÓN, CARAJO! Era nuestro salvoconducto demostrando que éramos de ellos. El regreso sería largo, cuando alcanzamos a alejarnos unos doscientos metros del puente y rodeamos una masa de árboles para cubrirnos de los tiros que, a continuación, como una premonición los hubo.

En vista de la violencia reinante, por razones de seguridad el avión que traslada al líder desde España, debió aterrizar en la Base Aérea de Morón y la gente enardecida, al no poder verlo, hizo aumentar la enormidad de La tragedia que ya se ha desatado hasta el puente dos y se extiende a lo largo de la Richieri y el cruce con la General Paz. Las ambulancias no dan abasto en sacar heridos, después cuerpos apilados, es terrorífico.

El gobierno de Héctor Cámpora decreta estado de sitio y, algo muy común en la época, salen las tropas a la calle, y se instalan en los puntos estratégicos. En tensa espera y que no se fuera a extender el conflicto, hasta ahora local, y quedar nosotros dentro de la encerrona. Hablamos de cualquier cosa para ahuyentar los fantasmas. A través de la red de altavoces, se sigue escuchando la voz de varios oradores de verba encendida, entre ellos la de Leonardo Fabio que, con poco éxito y desesperadamente llama a la reflexión, los violentos no pueden ni quieren parar la máquina infernal.

Nunca se supo la cantidad de muertos que hubo. Muchos cuerpos en estado de descomposición se encontraron tiempo después, colgados de las ramas de los árboles o desperdigados por el monte en medio de pastizales.

Cruzamos miradas con Sergio.

¡Rajemos que esto se está poniendo pesado!—

La retirada no sería fácil. Alejado de la cinta asfáltica, elevé la vista a la copa de un árbol, para toparme con las de tres francotiradores con armas largas, uno hacía puntería en dirección al puente y accionó el gatillo, el estampido resonó como si fuese el inicio de una guerra, quedé paralizado. Era la orden y los disparos, por momentos se sucedían en forma graneada.

A poco de comenzar la caminata de regreso, es mucha la gente que nos acompaña para alejarse del peligro.

Alrededor de media mañana continúan los disparos, tiro a tiro o en ráfagas de ametralladora, luego el ulular de las sirenas de ambulancias para rescatar heridos o muertos. En esos momentos todo es confuso y la sensatez indica poner distancia.

Esa noche se propagó el esperado mensaje en cadena por televisión y radios, la voz del líder que, en tono conciliador como era su estilo según conviniera, dijo:

¡Compañeros y compañeras, vayan tranquilos a sus casas, ya los visitaré en cada provincia, cada barrio, en cada rincón de nuestra patria! Y siguió la perorata.

Mágicamente se enfriaron los ánimos de la turba y no ocurrieron los desmanes tan temidos. La masa humana no avanzó sobre el centro y Barrio Norte como se esperaba, se fueron desperdigando. Nosotros desde la General Paz hicimos dedo hasta Rivadavia y desde ahí al centro que, ese atardecer de una Buenos Aires de rostros asustados y con muchos uniformes verde oliva.

Al dejar atrás aquel panorama de pesadilla y llegar a la “civilización” fue como despertar de un mal sueño.

Muchos de los manifestantes retornaron a sus provincias y otros pasaron a engrosar los barrios de emergencia periféricos.

        Héctor Edgardo Scaglione