Escape del puerto de Bengazi

 

Ceibo-2601

Desde Ezeiza con “Alitalia” en el DC-10 “Galileo Galilei” el mismo que el Papa Juan Pablo Segundo, viajó por el mundo. Vuelo con destino final a Bengasi, puerto de Libia. Previa escala en Senegal aterrizamos en Roma donde nos espera la conexión a África, pero una huelga general altera los planes. Gracias a  ésta disfunción disfruté  como un regalo extra de dos días con sus noches en la ciudad “eterna”.

A cargo de la empresa aérea me alojan en un hotel enclavado en el casco histórico frente al foro romano. Desde la ventana de la habitación, además del foro, puedo ver el coliseo, el palacio Quirinale, y más lejos la cúpula de la basílica de San Pedro en el Vaticano. El pasado de la historia lo tengo al alcance de los ojos. El monumento a la República, a unas pocas cuadras, un imponente conjunto escultórico, el de Giordano Bruno, en Campo Dei Fiori, el mismo lugar donde fuera quemado por la Inquisición.

Descubro a cada paso, los sitios donde hombres y mujeres lucharon por ideales, o para conservar sus vidas. Varios siglos después, otros hombres, podían recorrerlo como yo lo hacía.

Después de una última caminata, al volver al hotel me esta esperando el chofer puesto a mi disposición para trasladarme al “Fiumicino”.

Cargamos el equipaje y me regala una última vuelta demorada por Roma, a lo que me faltaba ver y partimos al aeropuerto para mi conexión con Libia. Cruzando el Mediterráneo (1300 Km.) A una de las antiguas colonias italianas de la Roma imperial y teatro de operaciones durante la segunda guerra mundial.

Al confeccionar la declaración jurada a bordo del avión, el formulario estaba escrito en árabe, solicité asistencia a uno de los comisarios y nada, no me dio bola. Llovido del cielo, un pasajero de esos “gauchos” que siempre están me ayudó. Aterrizamos al anochecer en la terminal de Bengasi; un galpón en medio del desierto carente no ya de lujo sino de la mínima comodidad. Sorpresa desagradable, si las hay, y para colmo mi equipaje no llegó con el vuelo. Hice el reclamos correspondiente. Después del check-in, en lo que sería el hall central, espero ver a alguien con un cartel con mi nombre, nada, fue en vano. El tiempo pasa, se van todos los pasajeros y nada. Salvo la vigilancia y el chofer del último taxi, no queda nadie, y por ser el último vuelo del día cierran el aeropuerto. Delicadamente, a los empujones, me invitan a desalojar la terminal. El chofer del taxi, sentado en el suelo, aguarda paciente. Sabe que no podría prescindir de su servicio. Pero, tengo un “pequeño” problema, carezco del dinero necesario para el viaje y no domino el idioma. Con solo veinte dólares en mis flacos bolsillos, no pagaba ni la mitad del viaje y además los dólares americanos no servían en Libia. Con la esperanza de contactarme con la agencia, tomo el taxi sin darle explicaciones aunque sea por señas, porque sino me dejaba en medio del desierto, y le indico la dirección del Hotel “Internacional”. Me felicité contar con éste dato, después de insistir al gerente de la empresa marítima “Marifran”, me lo diera. No va ser necesario, lo van a estar esperando —No fue así.

Una vez instalado en el lujoso Mercedes, emprendimos la rauda marcha por la línea de asfalto, que era como el hilo en un mar de arena, que, en oleadas se desdibuja por efecto del viento. El conductor más que ver, percibe por instinto el camino a seguir. Vestido con chilaba, turbante y una llamativa daga atravesada en su cintura. Bajo de estatura y de piel muy oscura. Llegamos al centro de Bengasi y al hotel más coqueto de la ciudad, donde paran las tripulaciones de los aviones y, a pesar del sus cinco estrellas, demostraba falta de mantenimiento y cierto abandono.

Me presento en la conserjería a verificar que estuviese en alguna lista. Al taxista lo tengo pegado a mis talones, exigiéndome que le pague el viaje, unos 20 dinares (alrededor de 70 dólares de esa época) estiraba su mano que parecía extenderse como un instrumento cortante.

Siguiendo con el idioma gestual, un poco de ingles y otro de italiano, le dije que esperara, que tuviera paciencia. Muestro mi pasaporte al conserje, con el visado correspondiente, todo en orden. Pero lo mira con asco, como si no estuviese en regla, deteniéndose en la fotografía a ver si coincidía. Con gesto torvo me pregunta en inglés:

Are Italian you?

Le contesto:

No I am argentine!

no, you are Italian! me responde arrojándome el pasaporte por la cabeza.

La sorpresa en ese momento me deja paralizado, aunque sirvió para disparar mi alerta. Siento un hormigueo en los brazos pero logro contenerme. Lo levanto del suelo tratando de explicarle y que pudiera entender. No le interesaba y, con desprecio, me lo vuelve a arrojar. Tiene ojos de odio que lanzan chispas, le mantengo la mirada y no me muevo del lugar. Si el tipo éste hace lo que está haciendo, es porque está respaldado —pensé. Tranquilo, tranquilo (me repetí unas diez veces) cayendo en la cuenta que mi apellido italiano es la causa del inconveniente. La Libreta de Embarque Argentina, documento reconocido internacionalmente con equivalencia de pasaporte, es utilizada por todos los marinos mercantes. Con la bandera Argentina impresa en la primer página. Giro sobre mis talones para que todo el mundo pudiera verla

watch plise…the Argentine flag! — no quería escucharme y, exploté

¡Soy argentino carajo!

Le grité en castellano al borde del salto pero me contuve sin saber que hacer ni decir, con el pasaporte y la libreta en la mano. De haber continuado hubiese sido un desastre por las ganas que tenía de partirle la jeta de un trompazo. Mientras esta mala escena se desarrolla, el taxista me exigía el pago del viaje. La situación parecía ridícula, hasta cómica. Para mí no puede ser peor y ganas de reír no tenía.

Proverbialmente se acerca un pasajero del hotel, vestido a la usanza árabe, que charlaba con otras personas.

Me pregunta en un tono bien castizo:

Chaval, he estado escuchando todo lo que habéis hablado con el gilipollas. Dime ¿eres argentino?

Me dieron ganas de besarlo al “gallego” mauritano que me llegó caído del cielo

¡Si!

Le dije, pensando que a los hispanos los encontraría hasta en el lugar más remoto de la tierra

Pues mira —me dijo —tratar con estos tíos es más difícil que hacerse las puñetas.

Déjame ayudarte.

En coloquio negociador típico de los árabes, habló con el gerente hasta convencerlo. Instándolo a comunicarse con el agente marítimo hasta que finalmente accedió. Mientras el beduino del taxi quería cobrar, se ponía cada vez más pesado, ahora me señala la daga escupiendo palabras incomprensibles. El mauritano, a Dios gracias, también pudo calmarlo avisándole que ya llegaba el agente marítimo con el dinero. Al rato demorado, alguien llega al lobby del hotel, y del enorme bolsillo de su chilaba saca un papel mugroso y lee mi nombre, comprobando que era quién decía ser, me alojan y le paga al taxista qué, a la vista del dinero sus ojos brillaron, cuando se fue me extendió su mano regalándome una sonrisa. Pensar que hacía unos minutos me quería matar.

Lamentablemente al buen samaritano no pude volver a verlo para agradecerle, así como apareció hizo mutis por la escena, recorrí el lobby con la vista, pero por las dudas no me atreví a preguntar, difícilmente me toparía con un aliado de ese calibre. No volví a encontrarlo nunca más. Considero, no, estoy seguro que fue mi ángel de la guarda.

Cansado del viaje y de la situación conflictiva me retiro a la habitación. Una buena ducha reconfortante, y a esperar al otro día que vengan a buscarme fresco y descansado. Me quito la ropa, abro el agua de la ducha dejándola correr alegremente sobre mi cuerpo, pero el desagote esta tapado y el nivel del agua comienza a subir por mis tobillos, con sensación de asco trepé al borde de la bañera y terminé de ducharme como pude, medio colgado y con el peligro de reventarme la cabeza contra el suelo. Ahora sí, a descansar.

Al abrir la cama otra sorpresa, las sábanas que suponía inmaculadas estaban sucias, sabe Dios cuantos habrían dormido antes que yo. Vuelvo a cerrarla, me visto y trato de dormir, tarea difícil, mis pensamientos acudían en remolinos; María convaleciente de su enfermedad, Matías de solo mes y medio de vida. Tan lejos, yo en el confín del mundo donde la vida parece valer muy poco, menos que nada. Sin ganas de bajar a cenar, trato de pensar en otras cosas hasta que el sueño acudió como una bendición.

Me levanto a la mañana mejor dispuesto y con ganas de estar pronto en el buque. Con mi única posesión del bolso de mano. Bajo a desayunar un desagradable café tipo jugo de paraguas, con leche en polvo grumosa y un vaso de agua salobre (a la que tendría que acostumbrarme) solo pude comer algo que parecían medialunas secas y viejas con gusto a goma.

Espera que te espera y el capitán José Boticcini no llega. Hasta que alrededor del mediodía veo acercarse a alguien con las características que tenemos los argentinos. Su manera de caminar, vestir, gestos que identifican. Me levanto y, sonrisa mediante, nos presentamos. Me explica el tema del papeleo, visa, pasaporte, en fin todo un trámite burocrático imprescindible para ingresar a puerto.

Lo sigo con mi magro equipaje, hasta la primer oficina donde presento pasaporte y Libreta de Embarque. Me recomienda paciencia porque los trámites son largos y tediosos. El aparato burocrático es denso y los empleados se toman su tiempo, hablan entre ellos o sonríen burlonamente con los pies apoyados sobre el escritorio, nosotros rigurosamente de pie. Llegamos a la última instancia, la Aduana. El capitán, que entre varias lenguas habla también el árabe, se desenvuelve con soltura, imprescindible para negociar con los funcionarios; el vista de aduana al revisarme el equipaje me pregunta:

¿Alcohol?

¡no! —le contesté.

Volcó el contenido del bolso sobre una mesa y apareció una hermosa botellita de vino chianti, regalo de Alitalia. Como en uno de los puntos anteriores de chequeo me habían confiscado la revista “Siete Días” con Graciela Alfano en biquini; pornografía según ellos, ahora me van a confiscar el vino, pensé. El tipo enfurecido arroja la botella contra la pared haciéndola pedazos. Rojo de furia llama a un gendarme, y a los empujones me introduce en un cuarto oscuro y vacío, una especie de calabozo donde soy encerrado, sin tener la oportunidad de poder hablar con el capitán, quedo detenido e incomunicado. Lo lógico era que pronto se aclararía el malentendido y me soltarían. No fue así, pasan las horas serían ya las tres de la tarde. Hambre, sed y miedo eran mis compañeros, sentía miedo mezclado con una bronca visceral. ¡Que carajo he venido a hacer a este país de mierda! —me pregunto, mientras un regusto amargo exacerba el sentimiento de culpa por haber elegido venir acá.

Sabía que los árabes tienen prohibido beber alcohol, pero no que, quién no lo fuera, también. Estar en posesión de alcohol, en su territorio es más peligroso que tener cocaína o robar y me salvé de un castigo mayor por ser extranjero. Me habrían azotando en la plaza pública como era costumbre. Donde también le cortaban las manos por robo o ejecutaban a reos mayores al estilo medieval, la decapitación bajo el filo de un hacha. Exhiben un patíbulo con su aspecto terrorífico como escarmiento en la plaza y a la vista del público.

Pocos años atrás, a fines de la década de los `60s Muhammar al-Gaddafi se había encaramado al poder. Derrocando al rey, previa revolución fundó la “República Árabe Libia Popular y Socialista” El pueblo, en esos momentos, mayoritariamente analfabeto y sometido a la autoridad arbitraria. Fundamentalistas religiosos y primitivos en sus usos y costumbres. El régimen imperante gobernaba al pueblo con un rigor absoluto y el fanatismo islámico, Infundiéndoles una interpretación del Corán muy particular, señalando a los no musulmanes como infieles, sin Dios y sin valor como personas. Todos éramos el enemigo.

El petróleo, que mana de las entrañas del desierto se manda a refinar a Italia, las usinas eléctricas y potabilizadoras de agua, más todos los servicios esenciales eran manejados por italianos en su mayoría, algunos españoles y alemanes.

El primer contacto con el pueblo fue bastante traumático y trato de entenderlos, son tan diferentes a nosotros y a nuestra cultura.

Pasan las horas y continúo mi encierro. Esa noche con hambre, sed, muerto de frío y lo peor, la incertidumbre sobre qué harían conmigo. Cada tanto los guardias abren la puerta de golpe y me miran mofándose de mis sobresaltos. Muy bajo los puteaba en castellano mostrando un gesto neutro.

Era ya de mañana, cuando volvieron a abrir la puerta, pero no me liberan. Pasado el mediodía. Tomé contacto con el capitán Boticcini que me dice

Tranquilo, ha podido ingresar al país, ahora lo van a dejar entrar al puerto, pero alguna sanción le van a aplicar, consideran que usted es una especie de delincuente, tómelo como quiera pero cuando le dirijan la palabra baje la vista no se le ocurra mirarlos a los ojos… no se olvide, estos tipos son xenófobos y muy estrictos referente a lo religioso.

Un oficial con gesto torvo se dirige a mí escupiendo palabras, lo miro de reojo y el capi traduce; dice que usted no podrá bajar a tierra y estará confinado hasta la zarpada, me exige que retenga su documento.

De acuerdo ¿Qué otra cosa podía decir?

Una vez en la calle, con una extraña alegría:

Capi, por favor invíteme con algo que me desmayo de sed.

Entramos a un mugroso café y me tomo casi un litro de gaseosa italiana. Por unos minutos logro olvidarme del sueño y el hambre. Después de tantas horas de encierro e incertidumbre fue el más maravilloso de los elixires.

El Ceibo” estaba fondeado en el antepuerto a la espera de turno para la descarga.

Libia, al no contar con depósitos en la cantidad adecuada para almacenarlos; los buques cumplían la función de silos. Al cabo de nueve meses con el buque fondeado el comprador debía pagar el lucro cesante. Convirtiendo la carga en guarda en un producto excesivamente caro y le buscan la vuelta para pagar lo menos posible o no pagar directamente, a raíz de ésta situación, surgieron conflictos con la mayoría de los buques argentinos, principalmente los de la empresa estatal “Elma” muy enredados para enumerarlos aquí. Una sola mención, en el “Río Lujan” su capitán fue desembarcado del buque a las trompadas porque la bandera de Libia había sido izada al revés.

El Servicio Exterior de la Nación, que deberían intervenir en éste como en otros casos, brillaban por su ausencia ¿Se abstenían? por acción, omisión o incapacidad.

Una vez que pude entrar a puerto, para llegar hasta el buque fondeado abordé un pequeño chinchorro a remo, conducido por un simpático lugareño, por las dudas lo miro de reojo. Pero individualmente los habitantes del pueblo eran maravillosos, con el tiempo y los viajes en bote, nos hicimos amigos.

A los tripulantes se los veía apáticos por el prolongado fondeo qué, al sumarse una cara nueva, salían de su sopor. Soy la atracción y motivo de regocijo del recién llegado. El contramaestre, de muy buena onda me presta ropa de trabajo hasta recuperar las mías. Ya me estoy adaptando al buque y feliz de estar en territorio argentino.

El buque es nuestra patria y la bandera Argentina al tope del asta de popa, pasea con nosotros por el mundo, la vemos más bonita que todas y nos llena de orgullo.

Llevo diarios y algunas revistas salvo “Gente” que todos leyeron con avidez las nuevas-viejas de nuestra patria. A solicitud agregué comentarios “frescos” del desastroso gobierno de Isabelita. Esa noche después de cenar, agasajado opíparamente, logré comunicar por radio con María, fue como si las distancias no fueran y los recientes acontecimientos no hubieran ocurrido, de hecho lo desagradable de mi experiencia reciente no se lo mencioné hasta pasado mucho tiempo.

En esa época sin existencia de comunicación satelital, muy lejos de la revolución en la telefonía, lograr una ligazón aceptable vía “Pacheco Radio” en Argentina, era la única forma posible. Las condiciones atmosféricas decidían si las conferencias serían legibles o no, caso contrario los ruidos de fritura inescrutable lo impedían. A Dios gracias María estaba mejor y recuperándose, me cuenta de Matías, sus descubrimientos y aprendizaje de cosas nuevas, con esa sensación de presencia tan cálida que ella sabía transmitirme. Sintiéndome cercano a casa, junto a ellos. La imaginación y esperanza iban juntas, eran un ancla fondeada a los afectos y la cordura.

Una vez que hice “uña” ese era mi lugar, mi mundo, aunque mi corazón estuviera lejos. Transcurrían los días alternando trabajos rutinarios y cazar ratas con artilugios inventados. El primer oficial de cubierta (pato Rodríguez) me invitó al centro de Bengazi y de paso a las oficinas de “Alitalia” para reclamar el equipaje extraviado:

No puedo, me prohibieron bajar a tierra, le dije:

No vas a tener problemas. Mirá ¿ves este permiso que nos dan para bajar del buque?, fijate bien, son todos iguales, difieren solo por un número de serie que no le da pelota nadie. Todo lo que tienen de jodidos, lo tienen de boludos estos turcos. Podés salir cuando quieras que no pasa nada. Era como una tarjeta plastificada sin foto ni nombre. Al decidirme a salir nos las pasábamos entre los tripulantes. Al principio temeroso que me descubrieran y fuera a parar de nuevo en cana; después tomando confianza salía todos los días a conocer el lugar, estirar las piernas y hablar con la gente. Al tomar contacto con el pueblo, noté que no eran malos como parecían al principio.

A las cuarenta y ocho horas, me avisaron que habían recuperado las valijas. En taxi al aeropuerto, otra vez el desierto inmenso y la cinta asfáltica que se desdibujaba por la arena azotada por el viento y la ciudad, al quedar atrás, ondulaba fantasmagórica por efecto de la difracción de la luz, que las ondas de calor provocaban.

Aparecieron las valijas con todas mis pertenencias aunque habían sido abiertas, no me faltó nada.

La ciudad, mugrosa por donde se viera con sus reminiscencias italianas en los edificios del centro y una pátina del polvo en suspensión que el viento nocturno se deposita sobre las cosas e invade todo, se pega en la piel y se siente en la boca como si comieras arena.

El zoco multicolor con el típico olor a especias, para no olvidarse del lugar. Bereberes venidos del desierto, negros como el azabache, vestidos con turbantes muy blancos, caminando o montados en camellos. Carnicerías instaladas en plena calle, con un tocón como mostrador donde descuartizaban la carne de camello, negra de moscas y que las señoras compraban como el mejor y más caro manjar.

Las oraciones diarias eran una rutina y todos los habitantes participan; a la salida del sol, a media mañana, entre las tres y las cinco de la tarde, al anochecer y la última al irse a dormir. El almuédano pregona desde los minaretes de las Mezquitas, a través de altoparlantes. El llamado a oración es cantado en una cadencia lastimera, quebrada y potente, los versículos del Corán con sentimiento místico.

En esos momentos se detiene el mundo, hasta acabar la oración. La policía controla el cumplimiento; dirigiendo la mirada a La Meca comienzan a orar, se postran primero de rodillas después con la cabeza y las manos tocando el piso. En plazas, calles y oficinas públicas, era ver a todos, mujeres y niños murmurando sus oraciones con sincero sentimiento y temor de Dios. Una sola vez había coincidido una salida con estos horarios, después traté de evitarlos, no solo por la molestia de detenerse y esperar sino para no ser considerado “infiel” y que te miren con odio, considerándote el enemigo pecador y, lo peor, sin Dios. Una vez nos tocó ir a la oficina del correo justo en las oraciones y no nos dio bola nadie hasta terminar, por lo menos pudimos esperar sentados.

En el puerto se ven movimientos de tropas y descarga de material bélico, vedado a la vista de los civiles. Otro tipo de descarga, por ejemplo de electrodomésticos era increíble verlos manipular los electrodomésticos, heladeras, televisores, etc. de cada cinco aparatos uno se les caía haciéndose pedazos contra el suelo y yacían como cadáveres apilados, nadie tocaba nada, tenían, más que respeto un terror descomunal a la policía o cualquiera que ostentara autoridad. Yo me manejo con soltura con mi “docutrucho” puedo moverme por todos lados sin inconvenientes.

El país en guerra, las patrullas militares se muestran en forma redundante en los lugares más recónditos de la ciudad. Al toparnos con ellos, debemos detenernos, levantar los brazos, abrir las piernas y de cara a la pared. Te revisaban minuciosamente, deslizando sus manos por tus intimidades, era humillante pero había que quedarse piola, no decir ni-¡ay!- El riesgo de hablar a destiempo era, como mínimo, sufrir un doloroso bastonazo en las costillas o entre las piernas.

Es común ver parejas masculinas tomados de la mano, como me tocó ver en los trabajadores portuarios que descargan el buque, algunos tienen relaciones homosexuales en un rincón de las bodegas y lo hacen a la vista, sin ningún pudor. A falta de pan, buenas son las tortas. Quién no tiene dinero para comprarse una mujer, debe conformarse con lo que hay más a mano y las autoridades no lo cuestionan, el Coran, al parecer, tampoco.

La salida del sol es “el” espectáculo único que graciosamente ofrecía la naturaleza. Al comenzar a asomar es una masa de fuego brotando de la tierra, por unos instantes se desparrama en llamaradas por el desierto, sobre la línea del horizonte. Al despegar la bola ígnea se eleva en el firmamento y parte del fuego se traslada de nuevo a la tierra. Desparramando lenguas incandescentes que demoran su ascenso al cielo.

El espectáculo dura lo suficiente para deleitar los ojos e imaginación. Los 45 días que pasé en Libia, esperaba esos amaneceres, siempre carente de nubes. Es como una ¿comunión con Dios? O tal vez la manera en que quiere representarse ante los hombres. En mi calidad de agnóstico dudo, pero no lo niego.

Al cabo de un mes, más o menos, nos mandan a muelle, para el comienzo de la descarga, demorada luego por los funcionarios del gobierno que buscan encontrar algún motivo de impugnación, por ejemplo declarar la carga contaminada y pagar mucho menos por el trigo en bolsas. Aducían que había ratas, algo muy normal en buques graneleros. La aseguradora con sede en Londres envió a dos inspectores para constatar la anormalidad que declaraban, pero los libios exigen además dos veedores propios; los británicos no aceptaron, finalmente y previa negociación, la inspección sería hecha por un inglés y un libio. Al cabo de largas discusiones que llevaron varios días. Comenzó la descarga llegando a la conclusión que el cargamento estaba libre de contaminación.

Sorpresivamente un funcionario de Gaddafi llega a bordo para reunirse con el capitán. Razón de sobra para levantar un acta de lo que se hable en dicha reunión, con la presencia de un oficial como testigo. Esa vez me tocó a mí, y el personaje visitante, delatando su alta investidura, ataviado con ropas muy blancas y sus facciones delicadas. Al hablar no movía un solo músculo del rostro inescrutable. Al dirigirse al capitán, lo saluda fríamente con una leve inclinación de cabeza, a mí me ignoró como si no existiera. A través de la traducción de Boticcini comienzo a redactar, pero el personaje pide que no se tomara nota de nada, el capitán acepta la petición aunque me indico permanecer en la reunión y ser testigo. El delegado del gobierno, elevando su voz con soberbia, dice:

¡Capitán, voy a ser directo con usted; el presidente Gaddafi quiere quedarse con su barco!

El capi lo miró con intensidad, no era de los que se dejan intimidar. Una temeraria jugada de ajedrez hecha por el moro, a la espera de la reacción de un sorprendido capitán; quién superando los sesenta, estaba de vuelta en todo, con una vida azarosa detrás, como cuando oficiaba de correo, en uno de los bandos durante la segunda guerra mundial, navegando en zonas beligerantes en un mar infestado de submarinos enemigos.

Tenía claro qué debía hacerse en éstas circunstancias. Tradujo lo medular de la charla que transcribí, luego, textualmente y como pude la conservé en la memoria, a pesar de que, en ese momento me temblaron las piernas y el corazón parecía escapar del pecho.

¿Qué puedo hacer para salvar al buque y la tripulación?

Podríamos fraguar un “pronto despacho” para que puedan zarpar… es cuestión de dinero, usted lo sabe y además no le queda mucho tiempo. Considerando qué, al concluir la descarga el buque debería zarpar de inmediato

¿Cuánto dinero tiene a bordo capitán? —¿Cuánto se necesita? —Considerando que el buque es prácticamente nuevo no es preciso que le diga cuánto —¿no le parece?

¡Todo lo que tenga capitán! —le contestó con gesto amenazante.

El capi se plantó frente al imperturbable personaje y se midieron sin desviar las miradas, fueron unos instantes tensos que parecía durar una eternidad. Dirigiéndose a la caja fuerte de su camarote, ante el funcionario árabe y yo como testigo, contó 750 libras esterlinas en monedas de oro y varios fajos de billetes en dólares y otras monedas fuertes incluyendo dinares que sumaban varios miles. El delegado contó la cantidad, tomándose su tiempo acomodó todo el tesoro en un maletín, giró 180 grados alejándose a grandes zancadas.

Voy a confeccionar el documento y se lo envío —antes de salir del camarote se volvió para decir:

¡Capitán, no es necesario que le pida reserva absoluta!

Apuró el paso y se retiró del buque sin saludar y sin haber dejado ni exigido firma alguna. El capitán detuvo la descarga y mandó reunión de oficiales. Al explicar la novedad trataba de quitarle dramatismo pero remarcando que era muy importante mantener el secreto hasta último momento. Por lo tanto no podíamos comenzar las maniobras de precalentamiento de máquinas, como correspondía, para evitar levantar sospechas en las autoridades de puerto, el resto de los tripulantes y trabajadores.

Falta poco para que anochezca, unas pocas horas que parecieron eternas. Con las sombras de la noche y el mínimo número de personal deambulando por los muelles, sería el momento ideal para el escape. Falta lo principal; el despacho, que esperamos en tensa calma. Llega a las diez de la noche, un jeep militar entró derrapando al muelle, hasta enfrentarse a la planchada del buque. Ahora era otro personaje aparentemente de menor jerarquía. Embarca apresurado y le entrega el documento al capitán en manos, retirándose luego sin dar explicaciones ni saludar. Hasta ese momento todo normal, continuan las tareas de descarga. Cuando restan unas tres mil bolsas, el capitán suspende la operación abruptamente, ordenando desembarcar, de inmediato, a guincheros, estibadores y resto de personal de tierra que presta servicios en el buque, éstos lo miran sin comprender pero acatan la orden perentoria, sin chistar.

Nueva reunión, capitán y oficiales, de inmediato, todos de acuerdo echamos a andar la operación “escape” La quietud de la noche electrizada de repente por la voz del primer oficial a través del sistema de altavoces: —Atentos personal de cubierta y máquinas, a sus puestos… corten amarras… motor principal en marcha… ¡Ahora, ya muchachos… nos vamos! —remarcó ahora el capitán a través del telégrafo de órdenes y a la voz de mando: -¡MÁQUINA AVANTE, TODA FUERRRRRRRZA!- Después de tanta aburrida espera, la sangre en torrente recibió una dosis sustancial de adrenalina que nos puso instantáneamente en movimiento. Arrancamos el motor principal sin el tiempo reglamentario de precalentamiento, en frío sacude al barco en temblores espasmódicos y arroja por la chimenea una humareda densa y negra, por efecto del combustible mal quemado. Como coyuntura, esta cortina de humo nos ayudaría a escapar.

En mi puesto de guardia nos abocábamos junto a mi ayudante para que todo funcione aceitado y sin inconvenientes durante nuestro turno. Los gruesos calabrotes de amarras hubo que cortarlos con tronzadoras eléctricas, el tiempo urgía, no había tiempo de desamarrar como hubiese correspondido. Despegamos del muelle la gigantesca molea a reventar máquinas, en la jerga: a black smoke. Sin la ayuda imprescindible de remolcador como hubiese correspondido, el capitán le imprimió más fuerza al  propulsor para poder salir del antepuerto. Encaramos la boca de acceso y comenzamos a remontar el canal que desemboca en el golfo de Sirte. Ya en navegación libre, quedó demostrada la maestría de nuestro veterano capitán. Atreviéndose en soledad, sin práctico ni remolcadores, sin cometer errores al comando de un Bulk-carrier vacío, sin tiempo para lastrarlo, donde la mitad de la hélice afloraba del agua, implicando dificultades de maniobra y para tomar velocidad.

El escape aún podía fracasar y debería ser abortado, pero si varábamos en los veriles del canal o se detenían las máquinas, sería un punto de no retorno y terminaríamos todos presos. Lo peor y más agorero de nuestros pensamientos no sucedió. La buena suerte nos acompaña y el Mediterráneo, hasta llegar a sus aguas internacionales, en unas millas de navegación sería nuestro; pero no debemos cantar victoria todavía. Desde la sala de máquinas, mando a mi ayudante a cubierta a ver que novedades hay, retorna rápido y muy pálido, dice:

hay un buque de guerra a babor, navegando muy cerca —¿Qué hacemos, Señor?

vamos a quedarnos cerca de las salidas de emergencia por si los turcos empiezan a los tiros, de última nos tiramos al agua —le digo para tranquilizarlo. A todos en general no nos cabía un alfiler, no podíamos adivinar cómo procederían los impredecibles árabes, que, si se les cantaba empezarían a los tiros sin temblarles el pulso.

Habíamos alcanzado velocidad de ruta, mientras que las bombas de incendio a full, continuaban cargando toneladas de agua de mar en los tanques de lastre. Una vez alcanzado el peso adecuado la hélice totalmente sumergida logró que el motor tomara rápido su temperatura de régimen, mejorando el rendimiento y la velocidad del buque. El noble y poderoso “MAN” se comporta como los dioses. Cerca del amanecer avistamos la isla De Malta y corregimos nuestro rumbo a cero grado norte, al estrecho de Mesina. En este punto el patrullero libio cae 180 grados alejándose hacia al puerto de Bengasi, no lo podemos creer hasta que lo vemos como se pierde en el horizonte. —¡Se fueron, estamos libres! —nos abrazamos sin distinción de rango y, el primer oficial “el pato’ Rodríguez tocó la sirena, repetidamente en pitadas largas que sonaban en potente “do” sostenido reverberando en el pecho como una caricia. Sabe Dios qué nos hubiera pasado si nos apresaban o nos pirateaban.

Para brindar no había nada —Alcohol ¡vade retro satán!— en Génova, donde nos dirigíamos por orden del armador, ya nos resarciríamos. Esa noche dormimos felices, el aire era otro, el mar nos acunaba y la brisa límpida acicateaba las ganas de vivir.

En el puerto europeo nos reabasteceríamos de víveres, combustible y, serviría como estrategia para desalentar una posible persecución, por parte del gobierno de Libia. Considerando que les llevábamos tres mil bolsas de trigo qué ya habían pagado al comenzar la descarga. Ahora eran nuestras, la ley del mar nos amparaba.

Para nosotros Génova fue como llegar a casa, a la civilización. Arribamos a fines de marzo de 1976, el día 24 cae el desastroso gobierno de Isabelita, nadie se alegró, y nuestra patria entraba en lo más oscuro de su historia, eso lo sabríamos después.

El contacto más cercano con nuestros seres queridos borró todas las angustias y renacieron las esperanzas.

                    Héctor Edgardo Scaglione

De Ijmiuden rumbo a Mar del Plata

 

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Durante el transcurso del año 1974 donde los conflictos gremiales, sumados a la intrusión de grupos terroristas. Asesinatos de dirigentes u opositores a plena luz del día lograron que, antes de perder la salud o la vida, preferí discontinuar y volver a los barcos.

Justo ese día, el que había rebasado la medida de mi aguante, de paso por la calle 12 de Octubre, a las puertas del correo, donde acababa de enviar el telegrama de renuncia, ensimismado en mis cavilaciones, alguien me grita:

¿Tanooo, tenés libreta de Embarque? Era Jorge Ciccero, capitán de armamento de la empresa pesquera en formación “Huemul”.

Buscamos jefe de máquinas y primer oficial para traer un barco de Holanda.

Fue tanta la alegría que ni siquiera pregunté por las condiciones, mi respuesta fue un sí rotundo.

¿Tenés pasaporte?

Lo tengo pero vencido.

Bueno, Argentina al fin:

Vas a tener que viajar a Buenos Aires y ver tal persona para acelerar el trámite y poder renovarlo en seguida.

En cuatro días tuve mi pasaporte al día e invité a mi amigo Pedro Monzón a embarcar como primer oficial. Después de los trámites pertinentes, volamos en comisión a Ámsterdam, de allí en auto hasta ¨Ijmiuden¨, un pueblito de pescadores sobre el mar del norte. El capitán, un belga veterano de la segunda guerra mundial, Jorge Desommer que, como otros paisanos suyos, en la década del ’50 llegaron a Mar del Plata desde una Europa devastada y empobrecida por la guerra, trayendo como único patrimonio el oficio de la pesca de altura y muchas ganas de trabajar. Jorge. Buen conocedor del tema, para facilitarnos el trabajo de recepción de la unidad ya se encontraba en Holanda.

El buque al que íbamos a traer en pilotaje (traslado) pertenecía a una familia de pescadores holandeses cuyos miembros, incluidos mujeres y jóvenes, casi niños, estaban embarcados como tripulantes. La esposa, una vigorosa cocinera de a bordo, en sus momentos libres tejía redes de pesca junto a los hombres. Nos entendíamos con ellos mediante la traducción del Neerlandés que hacía Jorge, pero se confundía, nos contestaba en flamenco y les preguntaba en castellano a ellos, terminando todos a las risas y sin entender nada, él menos y además se enojaba.

Lamentablemente con Pedro estuvimos poco tiempo en Europa, nos urgían llevar el barco lo antes posible a la Argentina. Los maquinistas fuimos los últimos en embarcar. El resto de los tripulantes ya estaban a bordo del buque, ahora con el nuevo nombre con que fue bautizado a la distancia “San Lucas”. De todos modos, fuimos varias veces junto al capitán a Ámsterdam a nuestra embajada a fin de ultimar temas consulares referidos a la tripulación y al barco. Los ex dueños de la embarcación pasaban mucho tiempo con nosotros para facilitar lo que necesitáramos y les dolía en el alma que nos llevásemos algo tan preciado por ellos, parte de su propia vida. Nos recibían en sus viviendas que estaban ahí nomás cruzando la calle, a comer o tomar una copa encomendándonos (sic) que les cuidemos el buque.

Es una embarcación noble y les hará ganar mucho dinero ―nos decía su ex capitán.

Una tarde zarpamos y los rudos hombres lidiadores de tormentas del Mar del Norte, junto a sus familias, fueron a despedirnos al muelle mientras agitaban las manos y con alguna lágrima escapada sin pudor. Nos seguían con los autos y después a pie a lo largo de la escollera hasta llegar al extremo, después los perdimos de vista.

El buque con sus 47 metros de eslora era una cáscara de nuez que, en el Mar de Norte con olas cortas, contundentes y con la bodega vacía era una coctelera infernal. Para colmo teníamos mal tiempo, lluvia y poca visibilidad, pero llevábamos un especialista en esas latitudes: Desommer, aunque también se mareaba, para no ser menos, pero no se movía de su puesto. Considerando que en esa época solo nos guiábamos con sextante para la navegación astronómica y cuando estaba nublado se navegaba por estima.

Nuestro cocinero de a bordo, el alemán Rolf Baddak, ex artillero del acorazado “Graf Spee” el mismo de la batalla del Río de la Plata cuando los ingleses instaron al gobierno uruguayo para obligarlos a zarpar aunque estuviese en reparaciones y limitado en la operatividad.

Hans Langsdorf, su comandante en el hotel de Inmigrantes de Retiro, una vez que hubo entregado a la tripulación sana y salva a las autoridades Argentinas, y para evitar que el buque cayera en manos enemigas, decidió hacerlo volar y hundir en la boca del río de La Plata frente a Montevideo. Desde el principio todos los tripulantes fueron confinados allí, el capitán, que a sí mismo se consideraba renegado del nazismo, envuelto en la verdadera bandera alemana, se quitó la vida. Rolf, en históricas fotos de la época se lo ve en primera fila portando el ataúd cubierto con la bandera alemana, y él vistiendo su uniforme naval.

Rolf, una vez que Argentina declarara la guerra a Alemania, quedó como prisionero atenuado y fue internado en Tandil, donde conoció a una chica argentina con la que se casó al poco tiempo, tuvieron dos hijos y vivieron para siempre entre nosotros. Los demás tripulantes en su mayoría, retornaron a Alemania otros, se instalaron en Villa General Belgrano Córdoba, y los solteros fueron en calidad de prisioneros para la reconstrucción de Londres.

Con Pedro forjamos junto a Rolf una amistad continuada luego en Mar del Plata donde. En vivo y en directo nos contaba historias de la guerra y, entre otras cosas nos muestra el álbum con fotos documentales del acorazado, que su señora, al negar que lo tenía pudo salvarlo de la requisa de las autoridades. Era un documento único donde mostraba las operaciones de guerra. Su capitán en uno de sus rasgos humanitarios, rescataba a los tripulantes de los buques antes de hundirlos, cosa que los ingleses jamás hicieron.

En una sucesión de fotos incluía las secuencias en un orden histórico, hasta la culminación del buque volado, hundido y su capitán fallecido.

Bueno, el caso de Rolf fue muy particular, como buen europeo tanto él como el capitán belga embarcaron víveres para una cocina diferente a la Argentina, mucho fruto del mar, arenque en diferentes formas, ahumado en escabeche o fresco. Con Pedro, de parabienes porque nos encantaba el pescado. Pero para el resto de los tripulantes no era tan así y el malestar cundió entre la marinería. El viaje largo y con poca actividad, salvo las guardias, los ánimos comenzaron a caldearse, principalmente contra el cocinero y peticionaron al capitán para que lo cambie. Jorge cedió a la presión y puso un marinero gallego elegido por ellos, vago, jugador, mal entretenido y borracho, aunque se comprometió seriamente en cumplir con la cocina. Lo hace un par de días hasta que lo traicionó su índole.

Esto sucedía antes de llegar al primer puerto de recalada en Las Palmas de Gran Canaria. Pedro (con mi anuencia) decidió ocupar condicionalmente el cargo vacante de la cocina, solo preparaba comidas para el capitán, el segundo, el alemán y nosotros dos. Había una tensión que se podía cortar con un cuchillo. La marinería ocupada en timbear a toda hora, comían lo que podían o encontraban cuando reinaba el hambre. El malestar se manifestaba, solo “soto-voce”, a Pedro no lo desafiaba nadie pues era demasiado grande y los “malos” bastante cobardes para desafiarlo.

En Canarias en respuesta a la timba desaforada de los marineros, nos quedamos, entre otras cosas, con los clavos para madera que usaban como fichas para contabilizar las deudas de juego. El cocinero español, por ejemplo, estaba en bancarrota, había perdido el esfuerzo del trabajo y debía plata a todos quienes jugaban. En un ambiente cargado, antes de llegar a Recife, norte de Brasil, nos tomó un raro temporal con vientos fuertes (resaca de un huracán del caribe), los marineros se fueron a dormir y junto a Pedro hicimos la operación “desaparición de naipes”. Dos eran los juegos que tenían, incluidos los pocos clavos para madera que habían recuperado, tiramos todo al agua. Al otro día, ya con el mar sereno, se aprestaron a continuar con las interrumpidas sesiones de juego. Al notar la falta se armó un quilombo descomunal. Se echan culpas unos a otros de haber escondido las cartas, los que perdían de los que ganaban y viceversa, nos preguntan a nosotros y nada. Lo que más les dolía eran las listas, las únicas que tenían, porque era dinero contante aunque no sonante y la discusión subida de tono llegó a Jorge, e intervenimos nosotros dándole apoyo. Prohibió terminantemente jugar a bordo por plata so pena de hacer una exposición en Prefectura, o una arribada forzosa al puerto más cercano, que era peor. Nunca supimos si desconfiaron de nosotros. Pero a Pedro le temían como para insinuarlo siquiera.

Jorge, el capitán, que durante la segunda guerra mundial trabajara para los ingleses en buques de cabotaje. Las limitaciones propias del momento lo habían condicionado más que al capitán, por ejemplo, el haber pasado tantas necesidades y hambrunas, ahora cuando el mozo nos servía, si mi plato parecía más abundante que el de él, solicitaba más para igualar o pasar esa medida y lo decía tan seriamente que causaba risa, pero no daba para reírse. El temor de pasar hambre lo tenía encarnado en su personalidad, tal es así que, por las dudas guardaba comida debajo de la litera hasta que los vahos nauseabundos brotaban de su camarote.

Una vez arribados al puerto de Mar del Plata nos despedimos con un ¨hasta la próxima¨ y, como en una constante entre la gente de mar, con alguna excepción, a la mayoría no los volví a ver. Pero, entre quienes esperaban nuestro arribo, además de las autoridades, estaba María, mi novia, nos vimos nos enganchamos con la mirada como si fuese un hilo de plata y de un salto bajé del buque, corrí al reencuentro  y nos dimos el abrazo más emocionante de nuestras vidas. Al llegar el treinta de noviembre nos casamos.

        Héctor Edgardo Scaglione