De Ijmiuden rumbo a Mar del Plata

 

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Durante el transcurso del año 1974 donde los conflictos gremiales, sumados a la intrusión de grupos terroristas. Asesinatos de dirigentes u opositores a plena luz del día lograron que, antes de perder la salud o la vida, preferí discontinuar y volver a los barcos.

Justo ese día, el que había rebasado la medida de mi aguante, de paso por la calle 12 de Octubre, a las puertas del correo, donde acababa de enviar el telegrama de renuncia, ensimismado en mis cavilaciones, alguien me grita:

¿Tanooo, tenés libreta de Embarque? Era Jorge Ciccero, capitán de armamento de la empresa pesquera en formación “Huemul”.

Buscamos jefe de máquinas y primer oficial para traer un barco de Holanda.

Fue tanta la alegría que ni siquiera pregunté por las condiciones, mi respuesta fue un sí rotundo.

¿Tenés pasaporte?

Lo tengo pero vencido.

Bueno, Argentina al fin:

Vas a tener que viajar a Buenos Aires y ver tal persona para acelerar el trámite y poder renovarlo en seguida.

En cuatro días tuve mi pasaporte al día e invité a mi amigo Pedro Monzón a embarcar como primer oficial. Después de los trámites pertinentes, volamos en comisión a Ámsterdam, de allí en auto hasta ¨Ijmiuden¨, un pueblito de pescadores sobre el mar del norte. El capitán, un belga veterano de la segunda guerra mundial, Jorge Desommer que, como otros paisanos suyos, en la década del ’50 llegaron a Mar del Plata desde una Europa devastada y empobrecida por la guerra, trayendo como único patrimonio el oficio de la pesca de altura y muchas ganas de trabajar. Jorge. Buen conocedor del tema, para facilitarnos el trabajo de recepción de la unidad ya se encontraba en Holanda.

El buque al que íbamos a traer en pilotaje (traslado) pertenecía a una familia de pescadores holandeses cuyos miembros, incluidos mujeres y jóvenes, casi niños, estaban embarcados como tripulantes. La esposa, una vigorosa cocinera de a bordo, en sus momentos libres tejía redes de pesca junto a los hombres. Nos entendíamos con ellos mediante la traducción del Neerlandés que hacía Jorge, pero se confundía, nos contestaba en flamenco y les preguntaba en castellano a ellos, terminando todos a las risas y sin entender nada, él menos y además se enojaba.

Lamentablemente con Pedro estuvimos poco tiempo en Europa, nos urgían llevar el barco lo antes posible a la Argentina. Los maquinistas fuimos los últimos en embarcar. El resto de los tripulantes ya estaban a bordo del buque, ahora con el nuevo nombre con que fue bautizado a la distancia “San Lucas”. De todos modos, fuimos varias veces junto al capitán a Ámsterdam a nuestra embajada a fin de ultimar temas consulares referidos a la tripulación y al barco. Los ex dueños de la embarcación pasaban mucho tiempo con nosotros para facilitar lo que necesitáramos y les dolía en el alma que nos llevásemos algo tan preciado por ellos, parte de su propia vida. Nos recibían en sus viviendas que estaban ahí nomás cruzando la calle, a comer o tomar una copa encomendándonos (sic) que les cuidemos el buque.

Es una embarcación noble y les hará ganar mucho dinero ―nos decía su ex capitán.

Una tarde zarpamos y los rudos hombres lidiadores de tormentas del Mar del Norte, junto a sus familias, fueron a despedirnos al muelle mientras agitaban las manos y con alguna lágrima escapada sin pudor. Nos seguían con los autos y después a pie a lo largo de la escollera hasta llegar al extremo, después los perdimos de vista.

El buque con sus 47 metros de eslora era una cáscara de nuez que, en el Mar de Norte con olas cortas, contundentes y con la bodega vacía era una coctelera infernal. Para colmo teníamos mal tiempo, lluvia y poca visibilidad, pero llevábamos un especialista en esas latitudes: Desommer, aunque también se mareaba, para no ser menos, pero no se movía de su puesto. Considerando que en esa época solo nos guiábamos con sextante para la navegación astronómica y cuando estaba nublado se navegaba por estima.

Nuestro cocinero de a bordo, el alemán Rolf Baddak, ex artillero del acorazado “Graf Spee” el mismo de la batalla del Río de la Plata cuando los ingleses instaron al gobierno uruguayo para obligarlos a zarpar aunque estuviese en reparaciones y limitado en la operatividad.

Hans Langsdorf, su comandante en el hotel de Inmigrantes de Retiro, una vez que hubo entregado a la tripulación sana y salva a las autoridades Argentinas, y para evitar que el buque cayera en manos enemigas, decidió hacerlo volar y hundir en la boca del río de La Plata frente a Montevideo. Desde el principio todos los tripulantes fueron confinados allí, el capitán, que a sí mismo se consideraba renegado del nazismo, envuelto en la verdadera bandera alemana, se quitó la vida. Rolf, en históricas fotos de la época se lo ve en primera fila portando el ataúd cubierto con la bandera alemana, y él vistiendo su uniforme naval.

Rolf, una vez que Argentina declarara la guerra a Alemania, quedó como prisionero atenuado y fue internado en Tandil, donde conoció a una chica argentina con la que se casó al poco tiempo, tuvieron dos hijos y vivieron para siempre entre nosotros. Los demás tripulantes en su mayoría, retornaron a Alemania otros, se instalaron en Villa General Belgrano Córdoba, y los solteros fueron en calidad de prisioneros para la reconstrucción de Londres.

Con Pedro forjamos junto a Rolf una amistad continuada luego en Mar del Plata donde. En vivo y en directo nos contaba historias de la guerra y, entre otras cosas nos muestra el álbum con fotos documentales del acorazado, que su señora, al negar que lo tenía pudo salvarlo de la requisa de las autoridades. Era un documento único donde mostraba las operaciones de guerra. Su capitán en uno de sus rasgos humanitarios, rescataba a los tripulantes de los buques antes de hundirlos, cosa que los ingleses jamás hicieron.

En una sucesión de fotos incluía las secuencias en un orden histórico, hasta la culminación del buque volado, hundido y su capitán fallecido.

Bueno, el caso de Rolf fue muy particular, como buen europeo tanto él como el capitán belga embarcaron víveres para una cocina diferente a la Argentina, mucho fruto del mar, arenque en diferentes formas, ahumado en escabeche o fresco. Con Pedro, de parabienes porque nos encantaba el pescado. Pero para el resto de los tripulantes no era tan así y el malestar cundió entre la marinería. El viaje largo y con poca actividad, salvo las guardias, los ánimos comenzaron a caldearse, principalmente contra el cocinero y peticionaron al capitán para que lo cambie. Jorge cedió a la presión y puso un marinero gallego elegido por ellos, vago, jugador, mal entretenido y borracho, aunque se comprometió seriamente en cumplir con la cocina. Lo hace un par de días hasta que lo traicionó su índole.

Esto sucedía antes de llegar al primer puerto de recalada en Las Palmas de Gran Canaria. Pedro (con mi anuencia) decidió ocupar condicionalmente el cargo vacante de la cocina, solo preparaba comidas para el capitán, el segundo, el alemán y nosotros dos. Había una tensión que se podía cortar con un cuchillo. La marinería ocupada en timbear a toda hora, comían lo que podían o encontraban cuando reinaba el hambre. El malestar se manifestaba, solo “soto-voce”, a Pedro no lo desafiaba nadie pues era demasiado grande y los “malos” bastante cobardes para desafiarlo.

En Canarias en respuesta a la timba desaforada de los marineros, nos quedamos, entre otras cosas, con los clavos para madera que usaban como fichas para contabilizar las deudas de juego. El cocinero español, por ejemplo, estaba en bancarrota, había perdido el esfuerzo del trabajo y debía plata a todos quienes jugaban. En un ambiente cargado, antes de llegar a Recife, norte de Brasil, nos tomó un raro temporal con vientos fuertes (resaca de un huracán del caribe), los marineros se fueron a dormir y junto a Pedro hicimos la operación “desaparición de naipes”. Dos eran los juegos que tenían, incluidos los pocos clavos para madera que habían recuperado, tiramos todo al agua. Al otro día, ya con el mar sereno, se aprestaron a continuar con las interrumpidas sesiones de juego. Al notar la falta se armó un quilombo descomunal. Se echan culpas unos a otros de haber escondido las cartas, los que perdían de los que ganaban y viceversa, nos preguntan a nosotros y nada. Lo que más les dolía eran las listas, las únicas que tenían, porque era dinero contante aunque no sonante y la discusión subida de tono llegó a Jorge, e intervenimos nosotros dándole apoyo. Prohibió terminantemente jugar a bordo por plata so pena de hacer una exposición en Prefectura, o una arribada forzosa al puerto más cercano, que era peor. Nunca supimos si desconfiaron de nosotros. Pero a Pedro le temían como para insinuarlo siquiera.

Jorge, el capitán, que durante la segunda guerra mundial trabajara para los ingleses en buques de cabotaje. Las limitaciones propias del momento lo habían condicionado más que al capitán, por ejemplo, el haber pasado tantas necesidades y hambrunas, ahora cuando el mozo nos servía, si mi plato parecía más abundante que el de él, solicitaba más para igualar o pasar esa medida y lo decía tan seriamente que causaba risa, pero no daba para reírse. El temor de pasar hambre lo tenía encarnado en su personalidad, tal es así que, por las dudas guardaba comida debajo de la litera hasta que los vahos nauseabundos brotaban de su camarote.

Una vez arribados al puerto de Mar del Plata nos despedimos con un ¨hasta la próxima¨ y, como en una constante entre la gente de mar, con alguna excepción, a la mayoría no los volví a ver. Pero, entre quienes esperaban nuestro arribo, además de las autoridades, estaba María, mi novia, nos vimos nos enganchamos con la mirada como si fuese un hilo de plata y de un salto bajé del buque, corrí al reencuentro  y nos dimos el abrazo más emocionante de nuestras vidas. Al llegar el treinta de noviembre nos casamos.

        Héctor Edgardo Scaglione

 

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