Un capitán de pesca

Clip_104

Inmigrante europeo en la década del ’50, Salvador, con su decir bien castizo, era capitán de pesqueros de altura en el puerto de Mar del Plata.

Con solo doce años de edad había hecho el bautismo náutico embarcado en una falúa a remos para pescar merluza en las rías de su Galicia natal. Como casi todos los inmigrantes después de varias décadas, jamás perdió el acento y cuando se enojaba, falaba y pensaba en gallego.

Salvador no conocía de comodidades ni de lujos, ni siquiera, cuando recién llegado, el de usar cubiertos para comer. Desconocía la existencia de tales instrumentos y si alguna vez los había visto en su niñez, pensaba que eran cosa de ricos.

Aún tenía pegada a la piel la sal de los vientos del Cantábrico cuando en Mar del Plata embarcó de marinero con uno de los capitanes de mayor fama de la época, el italiano Renzo, dueño del buque que comandaba y que fuera ejemplo de corrección en toda la colonia pesquera. Salvador, con humildad y a fuerza de trabajo aprendió con él todo lo que debía saber, y creció a fuerza de un empecinado tesón.

Abría grandes los ojos y captaba todo. Su cabeza era una esponja y aprendía rápido; redes y demás artes de pesca para él no tenían secretos.

De ser casi analfabeto y pasar necesidades primordiales, con esfuerzo había comenzado a rendir exámenes logrando ascender de marinero, pasó a segundo pescador y después a primero, contramaestre. Sin embargo le quedaba la más difícil: patrón de pesca. Pese al titánico esfuerzo no podía llegar. Alguien lo guió hacia otra forma de lograrlo y acortar camino para evitar los temibles exámenes.

Salvador sabía todo lo que había que saber dentro de un pesquero, de hecho lo había demostrado con creces tras varias décadas de ganarse la fama de buen pescador y llegar a jubilarse.

En la libreta de embarque le asentaron el título que él ostentaba con orgullo,¨ patrón de pesca de altura¨.

Cándido con los juegos de palabras de quienes conocían esa historia, lo enredaban y nunca salía bien parado pero él ni se inmutaba.

No hables, gallego, no digas nada, que vos tenés el título porque te lo regalaron —le decía un colega en tono de chanza, las risotadas de la marinería las festejaba inocentemente como una ocurrencia propia.

¡No señor, a mí nadie me regaló nada, me ha costao bien caro! ¡Una fragata (mil pesos de la época) he pagao!

Siguieron las risotadas más sonoras.

Lo conocí ya grande, al embarcar en el mismo buque a fines de los ’70.

Pescador autodidacta y con olfato. Pícaro en los misterios de la búsqueda de cardúmenes de merluza, sabía interpretar las mentiras escuchadas por radio y algún dato de valor que se filtraba por boca de los capitanes de los demás barcos. Muchos de ellos mandaban a los incautos novatos a sitios peligrosos y embarrar las redes o pescar una variedad sin valor comercial. Su cabeza descifraba el intríngulis.

Se guiaba por métodos propios que a nadie enseñaba. No por egoísmo, porque en su simpleza no hubiese sabido cómo hacerlo.

Redar peces era una tarea competitiva y estresante, requería que todo estuviera sincronizado. Las redes se rasgaban en enganches del fondo debido al mal tiempo, después; hechas pedazos, debían repararse a bordo o usar las de repuesto si es que las había.

El ojo de Salvador, en equilibrio sobre cubierta, sabía dónde coser y cuántas mallas cortar o poner donde faltaba tejido. También calcular con qué incidencia la red de arrastre en combinación con los portones que debían atacar el agua para hacerle abrir la boca de entrada por el fondo del mar, en forma adecuada. Era la diferencia entre pescar, no poder hacerlo, romper o perder el equipo. Cuando se cobraban las redes, si la suerte no era esquiva y se estaba en el punto exacto, llegaban colmadas de peces. Hasta cuarenta toneladas podía haber, que equivalen a mil cajones que se estiban en la bodega. El buenazo de Salvador sonreía.

Viaje a viaje, que duraba menos de una semana, durante las temporadas, repetido año a año de su vida, había hecho lo mismo.

En el puente de mando dentro de un cofre encristalado había una imagen, de la virgen Stella Maris, originaria de Vigo. Los marinos creyentes o no, le guardaban un respeto especial y muchos se encomendaban a ella. Cuando la suerte era esquiva y las redes llegaban vacías o enganchaba alguna piedra, Salvador montaba en cólera, se le acercaba con ojos desorbitados, lleno de rencor y de furia:

¡Eres una puta, una grandísima puta! ―y le daba coscorrones al cristal.

Pero en los momentos de bonanza cuando las redes llegaban repletas, se le acercaba con vergüenza más que respeto. Parecía adorarla, y al poner sus curtidas manos en ella, seguro le pediría perdón.

Llegaron épocas de conflictos gremiales y el sindicato de capitanes ordenó ir al paro, cosa con la que Salvador nunca estuvo de acuerdo y dijo:

No señor, no voy al paro.

No lo hacía por rompehuelgas. Él creía que si no traía pescado iba a haber gente que se moriría de hambre. Entonces cometió un pecado peor que el de los reales carneros, los que cedían a la menor presión de los armadores aunque a sabiendas que cercenan sus derechos, y no tenían idea de la pesca, él se encargó de enseñarles cómo pudo. Después, como todo conflicto que comienza, termina. Toda la flota incorporó a los antiguos capitanes y se hicieron de vuelta a la mar.

Aquí vale aclarar algo. Todo capitán debe tener buenas relaciones con los demás colegas, y en navegación la radio es el nexo. Se avisan los enganches, se miente, se hacen consultas médicas y otros menesteres, todo dentro de reglas basadas en la interpretación. Hay que tener oficio pero no se deja de depender de los otros.

A raíz de la huelga que se atrevió a romper, los otros patrones en la zona, decidieron hacerle la guerra: le cortaban la proa, lo encerraban peligrosamente y cada vez que usaba la radio, le contestaban al unísono con balidos, ¨beeehhhhh beeeehhhhh beeehhhh¨. Imposible hablar, imposible trabajar. Salvador se ponía rojo de furia porque no entendía por qué le hacían eso justo a él. Al poco tiempo, al armador ya no le convino y lo invitó a jubilarse, aduciendo necesitar gente más joven, aunque la razón fuese otra.

Antes de desembarcar, con sus pertenencias de a bordo dentro de una vieja valija de cartón, parecida a la que tal vez había traído de España, no pudo ocultar las lágrimas que le brotaron silenciosas y en torrente. En ese momento culminó su carrera, no volvió a embarcar. Pocos continuaron saludándolo.

Después de jubilarme, suelo cruzarme con él cuando por diferentes rumbos salgo a caminar y nos encontramos al azar, siempre surgen lindos recuerdos. Hace bastante que ya no lo veo. Los años pasan.

         Héctor Edgardo Scaglione

Deja un comentario