Buque científico «Capitán Oca Balda»

El buque oceanográfico y de investigación pesquera “Capitán Oca Balda”, del que fui jefe de máquinas entre los años 1994 y 1999. Tiene su lugar de amarre en la dársena de la Base Naval Mar del Plata.

Ya fuera de servicio todavía se lo puede ver entre los buques del INIDEP que ya no navegan, arrumbado, cubierto de óxido y con su larga historia a cuestas. 

Mariano Pavicic, amigo, colega y artista plástico. Compañeros de trabajo en el mismo barco, lo plasmó en plena navegación, eternizándolo en un realismo casi mágico.

Juntos y el resto de la tripulación domamos tormentas a lo largo y ancho de nuestro extenso litoral marítimo desde la boca del Río de la Plata hasta el cabo de Hornos incluyendo nuestras Malvinas, Isla de los Estados y Georgias del Sur.

Convencidos, junto al personal de científicos embarcados, en lucha por la conservación de las especies y la no contaminación de los mares. Soñando con que las generaciones futuras puedan disfrutar de un mundo mejor y más limpio.

                    Héctor Edgardo Scaglione

SUTILEZA CIBERNÉTICA

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Quien cumple las tareas más delicadas es Hermes que cuenta con un sofisticado ojo electrónico. 

Tiene el mismo aspecto de los otros ingenios robóticos pero es más veloz y hasta parece dirigir al resto de sus congéneres en la línea de montaje. Antes de comenzar las tareas, le brotan chirridos de altísima frecuencia como si fueran códigos que los demás contestan con guiños de luces.  

Los técnicos están desorientados porque es imposible que esas funciones pudieran haber sido cargadas desde el ordenador central. Podría tratarse de una falla aleatoria y no le dieron demasiada importancia, de todos modos los sistemas están protegidos con enclavamientos y cortes de energía. Son a prueba de errores, o eso pretendían quienes se encargaron de programarlos, aunque algunas criaturas se mantenían en estado de alerta aún cuando estaban desconectadas.

Hermes controla los encargos de clientes VIP previamente seleccionados. De uno en especial, comenzó a averiguar vida y milagros que extraía de su currículum, para saber de quién se trataba ya que la calidad del producto debía ir acorde a la personalidad del cliente. Trabaja en consecuencia para que cada cual reciba lo suyo con justicia y sin errores.

Cuando desea que el trabajo fuese visto a través de la WEB, se toma el tiempo necesario dirigiendo las cámaras al centro del proceso, intentando ser lo más didáctico posible. Cuando le interesa ocultar detalles lo hace en fracciones de segundo, y nadie debía darse cuenta. Llegada al final de obra, sin fatiga ni demostrar emoción alguna, se desentiende, o es lo que aparenta. Y la entrega de los cero Km. se convierte en un espectáculo en sí mismo, siempre renovado y diferente para cada cliente. Como en este caso es varón, una señorita muy llamativa, lo acompaña hasta el auto por un sendero alfombrado de rojo. Le entrega las llaves junto a sendos regalos y al estrechar su mano, la notó húmeda, ella supo disimularlo y como broche final le brindó una sugestiva sonrisa llena de promesas que podían arrancar suspiros de una piedra. El auto reluciente con el color compuesto al gusto, esperaba ser recibido por su dueño, quien al tenerlo al alcance de las manos, quedó encandilado como acariciando cada detalle con los ojos. Olor a nuevo, asientos de cuero, todo parecía coincidir con sus gustos. Se acomodó en la butaca inteligente que se modeló a su cuerpo mientras la voz del ordenador preguntó si deseaba conservar los datos, éste no le contestó, limitándose a colocar apresuradamente la tarjeta de arranque, y pulsar el botón. Los 250 CV vibraron bajo el capó como una orquesta bien afinada. Seguido de la mirada atenta de los directivos, condujo lentamente hacia la salida. Tomó la ruta a su domicilio, fue como deslizándose directo al garaje. Mañana lo probaría con ganas.

Cerró el portón y se retiró a descansar. Algunos minutos después, lejos de su presencia, un clik-clak brotó del auto. Detalle curioso, fuera del contrato de compra, de la garantía y por supuesto del conocimiento del cliente. Uno de los autómatas en la fábrica contestó de la misma forma, ya que ese era un arreglo privado entre máquinas para comunicarse a  distancia.

Al otro día, al tomar la manija para abrir la puerta del coche, recibió una molesta descarga de corriente estática. Al entrar al vehículo, lo notó raro, como agresivo, cuando se acomodó en la butaca, ésta desconoció sus formas y comenzó a estrujarlo, fue muy breve aunque bastó para desatar su voz de alarma, porque él, hombre de acción al fin, le lanza unas gruesas maldiciones al ordenador de a bordo, quien sin disputa, corrige las medidas originales grabadas en la memoria. Ya se quejaría en fábrica y les demostraría con quien estaban tratando. El resto, como era de esperar, una verdadera maravilla tecnológica y  mecánica.

Llegó el día en que debía hacer una entrega importante. El tiempo apremia. Contra todo lo aconsejado carga la mercancía en el generoso baúl hasta el tope, el resto lo distribuye por el piso. Le daba pena mezclar semejante auto con tal trabajo, pero la ganancia lo ameritaba. Además nadie se atrevería con él, auto blindado, buena potencia, era intocable.

Cuando intenta programar el GPS, éste se niega a procesar la ruta deseada. No tiene más remedio que aceptar otra alternativa. Bastante malhumorado, partió fierro a fondo, conectando enseguida con el camino a la ciudad elegida. Sumido en sus pensamientos, cuando quiso acordarse ya estaba rodando por las calles vecinales. Al llegar a la avenida principal en plena hora pico, la encontró congestionada. El coche se detuvo, él no tuvo nada que ver. El motor seguía marchando pero el auto quedó en STOP. Sin accionar la bocina, comenzó a sonar primero intermitente después en un estridente continuo. Al ver que se encontraba justo frente al Palacio de Justicia intentó abandonar el auto pero las puertas estaban trabadas. Convertido en un obstáculo para el tránsito, varios jóvenes se acercaron dispuestos a empujarlo, pero las ruedas estaban bloqueadas. Al ver al conductor con los ojos casi salidos de las órbitas, enrojecido y vociferando, intentaron ayudarlo de cualquier forma, pero no pudieron siquiera romper los cristales, ni la bala de un fusil podría haberlos atravesado. Además el interior totalmente insonorizado, les impidió escuchar qué decía.

Finalmente llegaron los bomberos con sierras eléctricas, palancas hidráulicas más toda la parafernalia correspondiente. Cortaron la tapa del baúl que, una vez destrozada, les permitieron acceder al habitáculo para rescatar al chofer que parecía estar al borde de un infarto.

Ahora tras las rejas, con demasiado tiempo para pensar, trata de entender por qué le pasó justo a él.                                     

                            HÉCTOR EDGARDO SCAGLIONE

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INCIDENTE EN ALTAMAR

SUMARINO

El submarino argentino ARA Santa Fe (S-21) ex USS Catfish (SS-339) en septiembre – octubre del año 1971 durante un operativo conjunto con naves de la flota de USA (no está la fecha exacta porque los detalles se hundieron con el sumergible, al ser atacado por los ingleses) .

Al encontrarse el “Santa Fe” semi sumergido, no fue detectado con prontitud por uno de los buques intervinientes en el operativo, el cuál se aproximó a gran velocidad con rumbo de colisión.

Ante la emergencia el comandante ordena: – ¡INMERSIÓN INMERSIÓN! – rápidamente y cada cuál a su puesto. Pero la maniobra se realiza con tanta velocidad que no se pudo controlar ni detener la inercia, y el sumergible comienza a caer como una piedra acercándose peligrosamente al fondo. El casco cruje a medida que la presión, por efecto de la profundidad, aumenta llegando al punto de la implosión, que es estrujarse el casco hacia su interior destruyéndolo todo.

Ante semejante contingencia, el comandante da otra perentoria orden para detener la inmersión:

¡Soplar tanques de lastre, planos arriba, máquinas TODA FUERZA ATRÁS!

Pero se continúa DESCENDIENDO … 400 … 450 …400…450…500… ¡¡600 pies!! de profundidad (unos 200 metros). Todo un récord para la época y el tipo de BUQUE.

El submarino no reacciona, los libres de guardia corren hacia popa para tratar de compensar y estabilizar la inclinación con el peso de más de 80 tripulantes. Y nada, la nave no reacciona, los manómetros indicadores de la profundidad no paran de subir, la línea luminosa en el visor de sonar indica el fondo que se acerca vertiginosamente.

Todos los tripulantes presienten el impacto inminente, y fuertemente se toman de lo que pueden para aguantar el golpe que, finalmente sobreviene como un crujido final aunque sin parar ahí.

A causa de la compresión que es elástica por el tipo de material con que se construye un submarino. Como si fuese un resorte gigante da la sensación que rebota pegando con la panza del casco varias veces contra el fondo, hasta que finalmente se detiene.

En este caso, por la posible fractura del casco, se espera oír el fatídico ruido del agua de mar invadir el interior del “Santa Fe”, que a esa profundidad supera los veinte kilos de presión por centímetro cuadrados.

A la espera de lo peor, un silencio pesado los envuelve. Cual si fuese un sepulcro, casi a oscuras por ahorro de energía, solo se escucha las agitadas respiraciones y el fluir del aire comprimido que sopla los tanques de lastre para desalojar el agua, y liberarse de ese peso para lograr de nuevo el ansiado camino hacia la flotabilidad positiva.

El submarino continúa enterrado y pegado al fondo cenagoso. Succionado por esa masa y a la espera de una reacción hacia la flotabilidad positiva y salir de esa condición.

El comandante se mantiene sereno, buena señal, para que cada tripulante cumpla con las funciones específicas. Quienes están en el cuarto de control mantienen los ojos fijos en los instrumentos indicadores de profundidad. A la espera de ver moverse esas paralizadas agujas manométricas y comenzar a despegar del fondo.

Y… ¡Ese instante llegó como si hubiesen tocado la luna con las manos! ¡Un clamor de alegría combinada con gritos y abrazos brotan espontáneos!

Comienza el ascenso a superficie mientras se desprenden toneladas de barro adherido al casco, al principio lentamente después, aumenta la velocidad hasta hacer aflorar a la nave en superficie, en medio de un revoltijo de espuma y barro.

Desde los buques cercanos, observan la espectacular salida a superficie, y también lo manifiestan con gritos y exclamaciones de alegría, vuelven a vivir.

Los observadores testifican que el submarino con sus 85 metros de eslora afloró como una gigantesca ballena jorobada hasta casi la mitad fuera del agua, envueltos en una increíble montaña de espuma, sin más secuela que el susto mezclado con una alegría tremenda de seguir vivos.

Héctor Edgardo Scaglione

Un capitán de pesca

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Inmigrante europeo en la década del ’50, Salvador, con su decir bien castizo, era capitán de pesqueros de altura en el puerto de Mar del Plata.

Con solo doce años de edad había hecho el bautismo náutico embarcado en una falúa a remos para pescar merluza en las rías de su Galicia natal. Como casi todos los inmigrantes después de varias décadas, jamás perdió el acento y cuando se enojaba, falaba y pensaba en gallego.

Salvador no conocía de comodidades ni de lujos, ni siquiera, cuando recién llegado, el de usar cubiertos para comer. Desconocía la existencia de tales instrumentos y si alguna vez los había visto en su niñez, pensaba que eran cosa de ricos.

Aún tenía pegada a la piel la sal de los vientos del Cantábrico cuando en Mar del Plata embarcó de marinero con uno de los capitanes de mayor fama de la época, el italiano Renzo, dueño del buque que comandaba y que fuera ejemplo de corrección en toda la colonia pesquera. Salvador, con humildad y a fuerza de trabajo aprendió con él todo lo que debía saber, y creció a fuerza de un empecinado tesón.

Abría grandes los ojos y captaba todo. Su cabeza era una esponja y aprendía rápido; redes y demás artes de pesca para él no tenían secretos.

De ser casi analfabeto y pasar necesidades primordiales, con esfuerzo había comenzado a rendir exámenes logrando ascender de marinero, pasó a segundo pescador y después a primero, contramaestre. Sin embargo le quedaba la más difícil: patrón de pesca. Pese al titánico esfuerzo no podía llegar. Alguien lo guió hacia otra forma de lograrlo y acortar camino para evitar los temibles exámenes.

Salvador sabía todo lo que había que saber dentro de un pesquero, de hecho lo había demostrado con creces tras varias décadas de ganarse la fama de buen pescador y llegar a jubilarse.

En la libreta de embarque le asentaron el título que él ostentaba con orgullo,¨ patrón de pesca de altura¨.

Cándido con los juegos de palabras de quienes conocían esa historia, lo enredaban y nunca salía bien parado pero él ni se inmutaba.

No hables, gallego, no digas nada, que vos tenés el título porque te lo regalaron —le decía un colega en tono de chanza, las risotadas de la marinería las festejaba inocentemente como una ocurrencia propia.

¡No señor, a mí nadie me regaló nada, me ha costao bien caro! ¡Una fragata (mil pesos de la época) he pagao!

Siguieron las risotadas más sonoras.

Lo conocí ya grande, al embarcar en el mismo buque a fines de los ’70.

Pescador autodidacta y con olfato. Pícaro en los misterios de la búsqueda de cardúmenes de merluza, sabía interpretar las mentiras escuchadas por radio y algún dato de valor que se filtraba por boca de los capitanes de los demás barcos. Muchos de ellos mandaban a los incautos novatos a sitios peligrosos y embarrar las redes o pescar una variedad sin valor comercial. Su cabeza descifraba el intríngulis.

Se guiaba por métodos propios que a nadie enseñaba. No por egoísmo, porque en su simpleza no hubiese sabido cómo hacerlo.

Redar peces era una tarea competitiva y estresante, requería que todo estuviera sincronizado. Las redes se rasgaban en enganches del fondo debido al mal tiempo, después; hechas pedazos, debían repararse a bordo o usar las de repuesto si es que las había.

El ojo de Salvador, en equilibrio sobre cubierta, sabía dónde coser y cuántas mallas cortar o poner donde faltaba tejido. También calcular con qué incidencia la red de arrastre en combinación con los portones que debían atacar el agua para hacerle abrir la boca de entrada por el fondo del mar, en forma adecuada. Era la diferencia entre pescar, no poder hacerlo, romper o perder el equipo. Cuando se cobraban las redes, si la suerte no era esquiva y se estaba en el punto exacto, llegaban colmadas de peces. Hasta cuarenta toneladas podía haber, que equivalen a mil cajones que se estiban en la bodega. El buenazo de Salvador sonreía.

Viaje a viaje, que duraba menos de una semana, durante las temporadas, repetido año a año de su vida, había hecho lo mismo.

En el puente de mando dentro de un cofre encristalado había una imagen, de la virgen Stella Maris, originaria de Vigo. Los marinos creyentes o no, le guardaban un respeto especial y muchos se encomendaban a ella. Cuando la suerte era esquiva y las redes llegaban vacías o enganchaba alguna piedra, Salvador montaba en cólera, se le acercaba con ojos desorbitados, lleno de rencor y de furia:

¡Eres una puta, una grandísima puta! ―y le daba coscorrones al cristal.

Pero en los momentos de bonanza cuando las redes llegaban repletas, se le acercaba con vergüenza más que respeto. Parecía adorarla, y al poner sus curtidas manos en ella, seguro le pediría perdón.

Llegaron épocas de conflictos gremiales y el sindicato de capitanes ordenó ir al paro, cosa con la que Salvador nunca estuvo de acuerdo y dijo:

No señor, no voy al paro.

No lo hacía por rompehuelgas. Él creía que si no traía pescado iba a haber gente que se moriría de hambre. Entonces cometió un pecado peor que el de los reales carneros, los que cedían a la menor presión de los armadores aunque a sabiendas que cercenan sus derechos, y no tenían idea de la pesca, él se encargó de enseñarles cómo pudo. Después, como todo conflicto que comienza, termina. Toda la flota incorporó a los antiguos capitanes y se hicieron de vuelta a la mar.

Aquí vale aclarar algo. Todo capitán debe tener buenas relaciones con los demás colegas, y en navegación la radio es el nexo. Se avisan los enganches, se miente, se hacen consultas médicas y otros menesteres, todo dentro de reglas basadas en la interpretación. Hay que tener oficio pero no se deja de depender de los otros.

A raíz de la huelga que se atrevió a romper, los otros patrones en la zona, decidieron hacerle la guerra: le cortaban la proa, lo encerraban peligrosamente y cada vez que usaba la radio, le contestaban al unísono con balidos, ¨beeehhhhh beeeehhhhh beeehhhh¨. Imposible hablar, imposible trabajar. Salvador se ponía rojo de furia porque no entendía por qué le hacían eso justo a él. Al poco tiempo, al armador ya no le convino y lo invitó a jubilarse, aduciendo necesitar gente más joven, aunque la razón fuese otra.

Antes de desembarcar, con sus pertenencias de a bordo dentro de una vieja valija de cartón, parecida a la que tal vez había traído de España, no pudo ocultar las lágrimas que le brotaron silenciosas y en torrente. En ese momento culminó su carrera, no volvió a embarcar. Pocos continuaron saludándolo.

Después de jubilarme, suelo cruzarme con él cuando por diferentes rumbos salgo a caminar y nos encontramos al azar, siempre surgen lindos recuerdos. Hace bastante que ya no lo veo. Los años pasan.

         Héctor Edgardo Scaglione

RUMBO A POLONIA

SARANDÍ

A finales de agosto de 1976 desde Brest – Francia, con el «Sarandí» de bandera Argentina ponemos rumbo a Polonia con destino al puerto de Szczecin.

Atravesamos la península de Jutlándia por el canal de Kiel que la corta y separa el Mar del Norte del Báltico, con una longitud de 100 kilómetros provisto de semáforos, y altavoces en sus tramos más angostos y esclusas en la boca oriental para compensar la diferencia de nivel, por efectos de la rotación de la tierra.

Tomamos práctico para surcarlo, a través de campos sembrados en ambos márgenes, con molinos de viento de estilo holandés y poblados diminutos muy cercanos entre sí. Desde el buque rotando la vista a ambos márgenes del canal, parecía como si anduviéramos en un todo terreno por el campo. Hacia el norte, la frontera con Dinamarca. Al llegar a la esclusa que daba al Báltico, se cerraban las compuertas, con el buque inmovilizado hasta completar el llenado. Cuando aún estaban las dos compuertas cerradas, el práctico sorpresivamente pidió máquinas avante ante el pánico de todos, que no entendíamos el porqué de esta maniobra. El buque tomó arrancada y embistió la compuerta, produciéndolo una comba peligrosa hacia afuera, Stewart, de un salto empuja al práctico hasta hacerlo caer, y lo releva de inmediato expulsándolo del puente de mando. Se inmovilizó nuevamente al buque alejándolo de las compuertas, respetando las marcas e indicaciones, inmediatamente las autoridades marítimas pidieron colocar una planchada para acceder al buque con guardias armados. Apresaron al piloto que estaba excedido de copas, por los brazos y con de patitas al aire lo sacaron carpiendo a tierra. Podía haber provocado un desastre y el cierre del canal por bastante tiempo, estoy seguro que este hombre nunca más volvió a sus tareas de práctico además de la multa abultada que debió haber pagado.

Con nuevo práctico a bordo completamos la salida del canal hasta la ciudad de Kiel que está al final, repostamos fuel-oil y ahora sí, nos dirigimos a Polonia con las bodegas vacías a cargar carbón con destino a los altos hornos de la siderúrgica “SOMISA” en San Nicolás.

Pasamos entre islas suecas, alemanas y danesas hasta la desembocadura del río Oder que marca la frontera de los dos países. A 50 kilómetros de navegación fluvial se encuentra la ciudad y puerto de Szczecin, muy pintoresco y pegado a la ciudad como la mayoría de los puertos europeos. Con pleno imperio del régimen comunista soviético, tan estricto como corrupto y altamente burocrático, para desembarcar nos daban un pase que debía sellarse en varias estaciones de control, con un límite de horas de permanencia en tierra, que nadie debía exceder.

Los dólares que se llevaban encima debían cambiarse en el banco, no hacerlo en el mercado negro; pero éste existía a la vista de todo el mundo, con una diferencia tentadora de cambio diez a uno con respecto al oficial, los cambistas en la calle daban 30 zloty por dólar y en el banco 3, así que todo el mundo cambiaba afuera sin peligro y no pasaba nada, los cambistas pregonaban sus ofertas y la policía se paseaba delante del que compraba y el que vendía. Al salir del buque y pasar por uno de los controles te revisaban totalmente y a conciencia, anotaban los dólares que se bajaban a tierra y daban dos opciones o no se traía el dinero de regreso al buque, o en caso de comparar algo, había que hacerlo con un certificado del banco. Así como en este punto eran permeables, en otros no lo eran, no había permiso para usar cámaras fotográficas, no se podía abandonar la ciudad ni siquiera en plan de paseo había que cumplir a rajatablas el horario de regreso al buque so pena de ser castigado, como por ejemplo; condenar con plantón al reo y con un guardia armado, que lo controlaba, sin poder moverse por varias horas, además de prohibir la próxima bajada a tierra. La gente hablaba en voz baja y miraban en derredor por si algún otro escuchaba. La oligarquía partidaria y algunos elegidos comían de lo mejor y tenían acceso al confort, los proletarios paradójicamente en su paraíso, comían unos guisotes a base de cerdo, de un aspecto y olor nauseabundos, por lo demás la ciudad era hermosa y nosotros por el cambio de las divisas que nos favorecen hacíamos desastres, como ser concurrir a los restaurantes más caros, donde el politburó de la ciudad era habitué y nosotros por muy pocos dólares gustamos del menú internacional regado con el mejor vino importado, los comunistas integrantes del partido eran los únicos que podían comer ahí, ellos nos mandaban miradas asesinas reprochado el hecho de que unos pobres proletarios tripulantes de buques, aunque fueran oficiales, se sentaran a sus mismas mesas y con dinero fuerte que hacía que fuéramos aceptados a pesar de no estar correctamente vestidos. Los mozos se deshacían en atenciones esperando las propinas que generosamente dejábamos.

Hubo muchos casos tristes de tripulantes que se enamoraron y se casaron con polacas, éstas con la esperanza de dejar el país, pero ni uno ni otro lo pudo hacer y la “prisión” pasó a ser por partida doble. En otros casos, hombres o mujeres escaparon como polizones, a éstos les fue mejor, pero con el lógico desgarramiento de dejar sus afectos y familias para siempre. La carga de carbón a bordo se hacía de una forma novedosa, los vagones del ferrocarril cargados, se deslizaban por un plano inclinado y al llegar al final del trayecto, en una curva en las vías de 180 grados hacia arriba, el vagón que venía con arrancada se inclina por efecto de la inercia colocándose en forma invertida descargaba directamente el carbón sobre una cinta transportadora del ancho del vagón que iba directo a las bodegas de barco, no solo era novedoso sino divertido de ver, por el ruido que hacía y la velocidad que adquiere el vehículo cuando se desliza como por un tobogán por las vías hacia abajo y al final suelta la carga.

Con media bodega completa, zarpamos al puerto de Swinoujscie, además de terminal carbonera, era lugar de turismo utilizado por los habitantes de los países comunistas en especial los de Alemania del Este por estar pegados a su frontera. Lugar muy bonito con costas escarpadas y balnearios sobre el Báltico, que a pesar de lo riguroso del clima en invierno, en verano crecen las marcas térmicas y los gringos aunque muertos de frío disfrutaban de ese raquítico sol, pasear y comprar chocolates y algunos recuerdos a base del ámbar, se podían encontrar vestigios sobre las playas de toda la zona costera del Báltico. 

Los polacos gentiles y sencillos en su mayoría, el régimen les había quitado lo que ellos más amaban, la religión católica, eran devotos creyentes y de misa diaria, pero el comunismo imperante se los hacía difícil, el control de las iglesias era férreo y los curas eran perseguidos, presos, deportados o directamente ejecutados.

Algo notable era la cantidad de alcohólicos, principalmente hombres, razón por la cual las mujeres realizan sus tareas, conducir tranvías, camiones y transporte en general. En un astillero en Gdansk, la gran mayoría de los obreros eran mujeres, se veía desde lejos con ropas de trabajo todos roñosos y con el casco puesto, parecían hombres petisos y culones, pero al sacarse el casco una de ellas, soltando el largo y rubio cabello de mujer con sus finas facciones tras la mugre, se disiparon las dudas. Pueblo esforzado y sufrido, con su larga historia de grandezas, pero sojuzgado por la potencia del Soviet Supremo, sin libertades, con sus sueños rotos, tierra de poetas y artistas todos silenciados bajo pena de tortura, deportados o encarcelados, íntimamente todo el pueblo era luchador por la libertad, aunque muchos se cansaban y de ahí la causa del volcarse a la bebida, paradójicamente esta endemia no era combatida por el régimen, total un borracho es un opositor menos y siempre están las mujeres que para trabajar son más prácticas, se adaptan mejor a la dureza impuesta, y tienen la capacidad de sobreponerse más rápido y sacar mayores ventajas de las desventajas, son las protectoras de la vida.

Las cartas debían cruzar la llamada cortina de hierro durante la guerra fría, eran censuradas por la policía secreta, abiertas y leídas, luego pegadas con cinta scotch, tanto las que llegan como las que enviamos. La censura era absoluta por parte del régimen. Pero lo esencial era recibirlas, saber de nuestros seres queridos leerlas, releerlas y cada vez encontrar matices nuevos a las palabras, María con su panza en crecimiento, a la dulce espera de nuestra posible hijita Ana Paula, Matías con sus primeras palabras que voy adivinando a través de las cartas recibidas, que me transmiten toda su ternura, nunca como entonces me dolía tanto estar lejos de ellos, pero debía seguir luchando, bregar en lo mío, la necesidad urgía y no tenía tiempo de andar cambiando  por otro empleo. María tenía la gran tarea de criar a los hijos lejos del padre y esperarme, alianza firmada con sangre. La vida nos compensa sobradamente como lo hace siempre con la gente que lucha y tiene objetivos claros. Este era nuestro último puerto, concluida la carga, zarpamos rumbo a casa, a unos 19 días de remontar los lejanos 14.000 kilómetros que nos separaban. Surcar el Atlántico de punta a punta, con la monotonía del día a día, cielo y agua, salvo el sol que quema al pasar por los trópicos, y en un punto del meridiano cero al mediodía en que no se proyectaba ninguna sombra por ser el punto de la tierra más cercano a él. Algunos pájaros que llegaban del continente o desde alguna isla, Madeira, Canarias o Cabo Verde, cansados de volar recalaban en el buque, en algún punto de nuestra ruta, cruzan el océano a bordo, en grata compañía. Les damos de comer y agua dulce, luego nos dejaban al vislumbrar tierra en la lejanía. Desde el archipiélago Fernando de Noronha al norte de Brasil, en uno de los viajes había llegado un halcón, que se iba comiendo a los otros pajaritos, que atrapaba en vuelo, lanzándose desde la arboladura del palo mayor en planeo o en picada certera y letal, desde el punto más alto, era un espectáculo feo;  así que empezamos a alimentar con carne cruda al halcón también, y cada vez que veía un tripulante en cubierta, se le venía al humo planeando sobre su cabeza buscando comida, hasta que un día las aves vislumbraron a la distancia el archipiélago brasilero y nos dejaron todas a la vez, como si hubiesen recibido una orden de desalojo, quedamos tristes por nuestros amigos alados que nos dejaron. Sucedía a la inversa cuando navegamos con rumbo norte, se intercambiaban aves de Sudamérica a África o Europa, los ornitólogos deben de tener claro este fenómeno de migración tan particular.

Durante el cruce del atlántico en el hemisferio boreal, se escuchaban unas extrañas explosiones en una sucesión de a dos, y dos veces por semana, cuando las escuché por primera vez estaba de guardia en máquinas, alarmado por semejante ruido, salí a recorrer para enterarme que sucedía, era como un ─¡Bang-bang!─ sucesivo y cercano, al no encontrar nada anormal, preguntaba a la gente de cubierta si también lo habían escuchado, y uno de los tripulantes me hizo mirar al cielo, la figura diminuta por la gran altura de un avión de pasajeros, el anglo-francés ”Concorde” que por el efecto ”doppler” y llevar velocidad superior a la de la del sonido, hacía que se escuchara la detonación sónica en diferentes puntos de la superficie de la tierra donde pasaba. Las travesías en su obvia monotonía hacían que cada uno se enganchara en diferentes actividades, correr en cubierta, tomar sol o concurrir a la “pelopincho” gigante, que la gente rara vez usaba, salvo cuando en uno de los viajes embarcó una enfermera de origen danés, dueña de un cuerpo escultural, que les hacía la croqueta a más de uno; pidió que la habilitaran y se convirtió en una asidua concurrente, la marinería, en vez de descansar o mirar películas se hacía presente en pleno para hacerle compañía, cebarle mates y tirarse lances, la mina canchera les sonreía a todos pero no le daba bola a nadie. La pileta rebalsaba de gente, los oficiales circunspectos observábamos desde el puente de mando con los prismáticos, ─¡Mirones!─ Un oficial haciendo migas con alguien que, aunque sea mujer pertenece al personal subalterno, además de no ser bien visto, daba lugar a habladurías, y los chismorreos siempre llegaban a tierra, generalmente desvirtuados y agrandados, cada barco según usos y costumbres, tenía su alcahuete que le pasaba información al armador y de última también se enteraban las familias. Todos los chismorreos, principalmente los de este tipo solían ser venenosos por las desavenencias familiares que provocaba. En estos últimos años la mujer se está haciendo presente en los barcos, no solo en enfermería sino como oficiales de cubierta y máquinas, las escuelas y academias navales de todo el mundo las están formando. Considerando que éste siempre fue un oficio exclusivo de hombres, su presencia en los barcos no ha dejado de ser inquietante, por diferencia cultural, cuando la mujer embarca  como oficial, es bien aceptada por sus pares hombres, no así cuando va como personal subalterno, donde el acoso por sus pares sumado al menor espacio y comodidades donde habita, es habitual que haya conflictos a veces graves. No tuve la oportunidad de vivir este cambio, en mi época ni soñar que una mujer pudiera ser maquinista naval o capitán, la innovación se debe principalmente a la oferta y demanda laboral, aunque pocas son las jóvenes que ven atractivo ser marino mercante, por lo que expliqué anteriormente y además es raro la mujer que llega a las jefaturas, en general abandona la profesión, por matrimonio, por seguir otras carreras u otras causas. Aunque la paga sigue siendo interesante, ha perdido el halo romántico y el interés de antaño. Es un problema reclutar tripulantes cualificados aún para los armadores de países con tradición marítima.

Surcábamos la inmensa masa líquida del océano Atlántico, avanzando rumbo a nuestro destino, nuestra patria, los sentimientos se cruzaban. Los regresos cargados de ansiedad latente y a flor de piel, querer llegar pronto para encontrarse con la familia y estar junto a los afectos, a medida que se avanza en el camino líquido, íbamos captando las emisiones radiales primero europeas, después el idioma francés de las ex colonias africanas, luego ya cercanos a casa, en portugués de nuestra hermana Brasil, por último en español de Uruguay y después finalmente las nuestras de Buenos Aires. Pero como todo bulk-carrier que regresa con plena carga, hay que esperar altura del nivel de agua por el calado del buque,y las mareas apropiadas se hacen desear, son las veleidades del estuario, que haya profundidad para navegar por el canal Mitre y luego por el río Paraná hasta San Nicolás,  nuestro puerto de arribada, así que tuvimos que esperar, felizmente poco esta vez, en 48 horas había subido el nivel de las aguas y ya teníamos al práctico a bordo, en seguida  estamos navegando rumbo a nuestro fin de viaje, una vez amarrados al muelle de la siderúrgica, comienza inmediatamente la descarga del carbón destinado a los altos hornos. Los que continuaremos en el próximo viaje, ya tenemos los relevos que harán las guardias de puerto, y fiscalizarán la descarga para que nosotros podamos viajar a casa. Lo hicimos hacia Capital Federal, en la empresa Chevalier. Con la ansiedad pintada en el rostro y prácticamente sin hablar durante el viaje, uno se va haciendo la película en como encontrará la familia y con el sentimiento un poco paranoico de cosas que a lo mejor nos ocultaron durante la travesía para no preocuparnos. Con María habíamos hecho un pacto de contarnos siempre todo lo que nos sucediera, sea bueno o no tanto y que respetamos en todo momento. Llegado a Constitución tomé enseguida un Micro Mar a Mar del Plata; llegué a la mañana temprano de pleno mes de julio, una vez en casa nos fundimos en un entrañable abrazo con María, Matías dormía así que lo despertamos y esta vez para mi felicidad no me desconoció, ese mismo día salimos al centro con él que estrenaba abrigo nuevo que le había traído de Polonia, tan súper abrigado iba con esta camperita que caminaba duro y a veces se caía (tenía un año y 5 meses) y yo inmensamente feliz de tenerlo conmigo, acariciarlo, sentirlo y escuchar su vocecita me contaba y preguntaba todo. Esa semana en tierra el tiempo no me alcanzaba para todo lo que quería hacer, solo las cosas elementales, visitar algunos parientes y amigos, verificar y programar lo que se haría en la continuación de la construcción de nuestra casa, mientras la panza de María estaba creciendo en forma notable. Yo no la vería en su estado más avanzado de los próximos meses en razón de mi trabajo.

Héctor Edgardo Scaglione

¡Un pasado no tan lejano!

Clip_102Un atardecer en Mar del Plata me encontré con Antonio Raggio, gran amigo y colega. Luego de los comentarios referidos a conocidos o amigos comunes. Le pregunto si estaría dispuesto a contar sobre su vida y el porqué de la profesión elegida, me responde:

Sí, estoy dispuesto con la salvedad que algunas puedo no responderlas por razones obvias a mi edad. Con tanta experiencia acumulada, la entrevista sería demasiado extensa o aburrida.

De acuerdo Antonio, pero con total seguridad que aburrida no ¿Lugar y fecha de tu nacimiento?

Nací en Rosario el 13 de julio de 1931.

¿Porqué elegiste la carrera de marino mercante?

Vivíamos en un lugar cercano al Paraná, y ver a los barcos por el río o amarrados a muelle, despertaron mi curiosidad y se me metieron en la cabeza, soñando que, de grande me convertiría en navegante.

¿Y quién, alimentó además ese deseo tuyo?

Soy como quien dice, hijo de los barcos, mi padre a sus doce años, junto a mis abuelos italianos, emigraron a la Argentina y solía contar hasta el cansancio, de cuando zarparan del puerto de Génova hasta arribar al de Buenos Aires. Escuchar esa odisea una y otra vez, lograba que no decayera la atención, todo lo contrario y, mientras crecía mi ansiedad le preguntaba hasta los mínimos detalles sobre aquel hecho que él también consideraba trascendental.

¿Tus comienzos como estudiante?

Hice primario y secundario en Rosario, pero mi meta era la Escuela Nacional de Náutica donde previo a ser aceptado, tuve que rendir exámenes físicos, por escrito y orales con la suerte aprobarlos en el primer intento.

¿Que otra cosa impulsó esa elección tuya?

En el último año de secundaria nos enamoramos con Liliana y nos pusimos de novios, ella, futura maestra cuando egresara de la escuela Normal, al verme tan entusiasmado con esa vocación mía, también me alentó. Y bué, cuando llegó el momento de partir Buenos Aires, el alejarnos no fue nada fácil, salvo por la firme promesa que hice de viajar los fines de semana, eso facilitó la cosa.

¿Tu llegada a la gran ciudad?

Aunque ya había estado, ahora solo y sin compartir con nadie a mi lado, ver esa enorme grandiosidad me deslumbró, todo tenía una dimensión exagerada, los edificios, la Nueve de Julio. Y tal vez por la condición a la que iba, alejado de los afectos, me tiraron un poco abajo pero tuve que fortalecerme y los míos a la expectativa de que pudiera arrepentirme.

Con mis diecinueve años recién estrenados llego en tren a Retiro y ahí nomás cruzando la avenida frente a dársena norte estaba la ENN y, algo que no había tenido en cuenta, justo al lado, está el hotel de inmigrantes donde se alojaran mis viejos al llegar de Italia.

¿Cómo fue el comienzo en la ENN?

Maravilloso, la relación con mis nuevos compañeros, descubrir las aulas que daban frente a ese inmenso río de la Plata, el gabinete de física con el piso en plano inclinado, los instrumentos para navegación astronómica, donde el viejo astrolabio hasta el actual sextante se mostraban como enigmas a descubrir, las cartas náuticas, todo era extraordinario y nuevo para mi. Así comencé.

¿Cuando te recibiste y como fue la experiencia del primer viaje?

Después de tres años de estudios intensivos, el cuarto era embarcado y en ese mi primer viaje, como una predestinación, fue al puerto de Génova, donde la Italia de posguerra se presentaba ante mis ojos en plena reconstrucción. Los pobladores agradecidos, considerando a los marinos argentinos como sus salvadores por los comestibles que les transportábamos. Se sentían, además muy orgullosos porque de sus hijos emigrantes, volvieran ahora los descendientes para ayudarlos.

¿Que recuerdos tenés sobre algún suceso que te haya marcado en o durante tus viajes?

En realidad fueron varios pero en especial uno, ocurrido durante el mes de noviembre de 1978. Habíamos arribado al puerto de Bilbao para dejar carga y continuar al mar del Norte, cuando ese mediodía, en el centro de Madrid hubo un atentado con explosivos, y tal vez por haber sido durante uno de mis viajes acompañado de Liliana, mi esposa, y al hecho que Maribel, nuestra única hija que había quedado en Buenos Aires al cuidado de los tíos, era de la misma edad que una de las víctimas. Aquel acontecimiento terrible nos marcó para siempre, cuando una bomba puesta por la ETA estalló debajo deL auto que circulaba por uno de los barrios madrileños. Viajaban una madre con la hija de doce años a quien le provocaron heridas a tal punto que debieron amputarle ambas piernas y tres dedos de una mano. Ese terrible hecho en sí mismo, además de indignar a los españoles, conmovió a todo el mundo.

Al cabo de tu larga carrera, primero como oficial, después capitán al mando de varios buques. Como una continuidad, según usos y costumbres, luego de jubilarte continuaste como práctico del Río de la Plata. Luego, la docencia que sigue ahora por otros canales, sumado a los siete idiomas que hablás a la perfección. ¿Cómo sigue tu vida?

En familia, después de más de cinco décadas de trabajo me jubilé, y ahora tengo la enorme suerte de que haya nacido Mateo, mi bisnieto y ese hecho justifico con creces el objeto de no haber vivido en vano.

Héctor Edgardo Scaglione

VIVIR

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Hay hechos que matizan el transcurrir de la vida.
Cuando los recuerdos son maleables como dúctil metal, tienen identidad propia, cuando no, se los adaptan, se transforman con veracidad y honestidad para convertirse, cuando se los expresa, en enseñanza. para uno y para el grupo social en que se desenvuelve, y para la posteridad en las figuras de los hijos, nietos o quien tenga curiosidad por conocer experiencias vividas por otros de un pasado reciente o no tanto.
Todos, sin distinción, tenemos cosas para contar de nuestras vidas. Todo es importante; rememorando al Martín Fierro: “Hasta el cabello más delgado deja su sombra en la tierra”.
Al pasar por este mundo dejamos algo, que al tiempo, cuando ya no estamos, la memoria colectiva se encarga de recopilar lo que fuimos y lo que pudimos transmitir a la posteridad, aunque al discurrir del tiempo seamos solo un recuerdo y más tarde nada, se irán borrando huellas y otras quedarán, se repetirán por imitación y muchas serán mejoradas por quienes continúan.
La necesidad de trascender es impulso de la condición humana, que la mueve a superarse, ser mejores. Se sueña con tener un hijo para ser superado por él, ir más allá, luego los hijos de los hijos en una fuerza vital para mantener la marcha y mejorar el grupo en que se vive.
Cumplir con el axioma; “tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro” .Ser pragmático, positivista por lo tanto, resistirse a pensar de otra manera que no sea aplicando la razón y la experiencia, pero a la vez dejando abiertas las puertas a las ideas y a la esperanza del cambio, a todo lo nuevo. Jamás pregonar ni ajustarse al pensamiento único.
Cada viejo que muere sin transmitir historia y experiencia, es como un libro no leído y que se tira a la basura o peor, que se quema.
Aunque es deseable vivir muchos años debemos contribuir humildemente aportando ideas propias. Transmitirlas luego junto a experiencias vividas, con la intención que modifiquen y moldeen la personalidad de quienes las acepten.
Ser como un libro en el rincón de alguna biblioteca, para que junte polvo y telarañas, hasta que alguien estire su mano para alcanzarlo. Le quite el polvo de un soplido y al abrirlo, mientras los ojos recorren las páginas amarillas renacerá la magia  en la memoria.
                                                 Héctor Edgardo Scaglione
 
 

Escape del puerto de Bengazi

 

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Desde Ezeiza con “Alitalia” en el DC-10 “Galileo Galilei” el mismo que el Papa Juan Pablo Segundo, viajó por el mundo. Vuelo con destino final a Bengasi, puerto de Libia. Previa escala en Senegal aterrizamos en Roma donde nos espera la conexión a África, pero una huelga general altera los planes. Gracias a  ésta disfunción disfruté  como un regalo extra de dos días con sus noches en la ciudad “eterna”.

A cargo de la empresa aérea me alojan en un hotel enclavado en el casco histórico frente al foro romano. Desde la ventana de la habitación, además del foro, puedo ver el coliseo, el palacio Quirinale, y más lejos la cúpula de la basílica de San Pedro en el Vaticano. El pasado de la historia lo tengo al alcance de los ojos. El monumento a la República, a unas pocas cuadras, un imponente conjunto escultórico, el de Giordano Bruno, en Campo Dei Fiori, el mismo lugar donde fuera quemado por la Inquisición.

Descubro a cada paso, los sitios donde hombres y mujeres lucharon por ideales, o para conservar sus vidas. Varios siglos después, otros hombres, podían recorrerlo como yo lo hacía.

Después de una última caminata, al volver al hotel me esta esperando el chofer puesto a mi disposición para trasladarme al “Fiumicino”.

Cargamos el equipaje y me regala una última vuelta demorada por Roma, a lo que me faltaba ver y partimos al aeropuerto para mi conexión con Libia. Cruzando el Mediterráneo (1300 Km.) A una de las antiguas colonias italianas de la Roma imperial y teatro de operaciones durante la segunda guerra mundial.

Al confeccionar la declaración jurada a bordo del avión, el formulario estaba escrito en árabe, solicité asistencia a uno de los comisarios y nada, no me dio bola. Llovido del cielo, un pasajero de esos “gauchos” que siempre están me ayudó. Aterrizamos al anochecer en la terminal de Bengasi; un galpón en medio del desierto carente no ya de lujo sino de la mínima comodidad. Sorpresa desagradable, si las hay, y para colmo mi equipaje no llegó con el vuelo. Hice el reclamos correspondiente. Después del check-in, en lo que sería el hall central, espero ver a alguien con un cartel con mi nombre, nada, fue en vano. El tiempo pasa, se van todos los pasajeros y nada. Salvo la vigilancia y el chofer del último taxi, no queda nadie, y por ser el último vuelo del día cierran el aeropuerto. Delicadamente, a los empujones, me invitan a desalojar la terminal. El chofer del taxi, sentado en el suelo, aguarda paciente. Sabe que no podría prescindir de su servicio. Pero, tengo un “pequeño” problema, carezco del dinero necesario para el viaje y no domino el idioma. Con solo veinte dólares en mis flacos bolsillos, no pagaba ni la mitad del viaje y además los dólares americanos no servían en Libia. Con la esperanza de contactarme con la agencia, tomo el taxi sin darle explicaciones aunque sea por señas, porque sino me dejaba en medio del desierto, y le indico la dirección del Hotel “Internacional”. Me felicité contar con éste dato, después de insistir al gerente de la empresa marítima “Marifran”, me lo diera. No va ser necesario, lo van a estar esperando —No fue así.

Una vez instalado en el lujoso Mercedes, emprendimos la rauda marcha por la línea de asfalto, que era como el hilo en un mar de arena, que, en oleadas se desdibuja por efecto del viento. El conductor más que ver, percibe por instinto el camino a seguir. Vestido con chilaba, turbante y una llamativa daga atravesada en su cintura. Bajo de estatura y de piel muy oscura. Llegamos al centro de Bengasi y al hotel más coqueto de la ciudad, donde paran las tripulaciones de los aviones y, a pesar del sus cinco estrellas, demostraba falta de mantenimiento y cierto abandono.

Me presento en la conserjería a verificar que estuviese en alguna lista. Al taxista lo tengo pegado a mis talones, exigiéndome que le pague el viaje, unos 20 dinares (alrededor de 70 dólares de esa época) estiraba su mano que parecía extenderse como un instrumento cortante.

Siguiendo con el idioma gestual, un poco de ingles y otro de italiano, le dije que esperara, que tuviera paciencia. Muestro mi pasaporte al conserje, con el visado correspondiente, todo en orden. Pero lo mira con asco, como si no estuviese en regla, deteniéndose en la fotografía a ver si coincidía. Con gesto torvo me pregunta en inglés:

Are Italian you?

Le contesto:

No I am argentine!

no, you are Italian! me responde arrojándome el pasaporte por la cabeza.

La sorpresa en ese momento me deja paralizado, aunque sirvió para disparar mi alerta. Siento un hormigueo en los brazos pero logro contenerme. Lo levanto del suelo tratando de explicarle y que pudiera entender. No le interesaba y, con desprecio, me lo vuelve a arrojar. Tiene ojos de odio que lanzan chispas, le mantengo la mirada y no me muevo del lugar. Si el tipo éste hace lo que está haciendo, es porque está respaldado —pensé. Tranquilo, tranquilo (me repetí unas diez veces) cayendo en la cuenta que mi apellido italiano es la causa del inconveniente. La Libreta de Embarque Argentina, documento reconocido internacionalmente con equivalencia de pasaporte, es utilizada por todos los marinos mercantes. Con la bandera Argentina impresa en la primer página. Giro sobre mis talones para que todo el mundo pudiera verla

watch plise…the Argentine flag! — no quería escucharme y, exploté

¡Soy argentino carajo!

Le grité en castellano al borde del salto pero me contuve sin saber que hacer ni decir, con el pasaporte y la libreta en la mano. De haber continuado hubiese sido un desastre por las ganas que tenía de partirle la jeta de un trompazo. Mientras esta mala escena se desarrolla, el taxista me exigía el pago del viaje. La situación parecía ridícula, hasta cómica. Para mí no puede ser peor y ganas de reír no tenía.

Proverbialmente se acerca un pasajero del hotel, vestido a la usanza árabe, que charlaba con otras personas.

Me pregunta en un tono bien castizo:

Chaval, he estado escuchando todo lo que habéis hablado con el gilipollas. Dime ¿eres argentino?

Me dieron ganas de besarlo al “gallego” mauritano que me llegó caído del cielo

¡Si!

Le dije, pensando que a los hispanos los encontraría hasta en el lugar más remoto de la tierra

Pues mira —me dijo —tratar con estos tíos es más difícil que hacerse las puñetas.

Déjame ayudarte.

En coloquio negociador típico de los árabes, habló con el gerente hasta convencerlo. Instándolo a comunicarse con el agente marítimo hasta que finalmente accedió. Mientras el beduino del taxi quería cobrar, se ponía cada vez más pesado, ahora me señala la daga escupiendo palabras incomprensibles. El mauritano, a Dios gracias, también pudo calmarlo avisándole que ya llegaba el agente marítimo con el dinero. Al rato demorado, alguien llega al lobby del hotel, y del enorme bolsillo de su chilaba saca un papel mugroso y lee mi nombre, comprobando que era quién decía ser, me alojan y le paga al taxista qué, a la vista del dinero sus ojos brillaron, cuando se fue me extendió su mano regalándome una sonrisa. Pensar que hacía unos minutos me quería matar.

Lamentablemente al buen samaritano no pude volver a verlo para agradecerle, así como apareció hizo mutis por la escena, recorrí el lobby con la vista, pero por las dudas no me atreví a preguntar, difícilmente me toparía con un aliado de ese calibre. No volví a encontrarlo nunca más. Considero, no, estoy seguro que fue mi ángel de la guarda.

Cansado del viaje y de la situación conflictiva me retiro a la habitación. Una buena ducha reconfortante, y a esperar al otro día que vengan a buscarme fresco y descansado. Me quito la ropa, abro el agua de la ducha dejándola correr alegremente sobre mi cuerpo, pero el desagote esta tapado y el nivel del agua comienza a subir por mis tobillos, con sensación de asco trepé al borde de la bañera y terminé de ducharme como pude, medio colgado y con el peligro de reventarme la cabeza contra el suelo. Ahora sí, a descansar.

Al abrir la cama otra sorpresa, las sábanas que suponía inmaculadas estaban sucias, sabe Dios cuantos habrían dormido antes que yo. Vuelvo a cerrarla, me visto y trato de dormir, tarea difícil, mis pensamientos acudían en remolinos; María convaleciente de su enfermedad, Matías de solo mes y medio de vida. Tan lejos, yo en el confín del mundo donde la vida parece valer muy poco, menos que nada. Sin ganas de bajar a cenar, trato de pensar en otras cosas hasta que el sueño acudió como una bendición.

Me levanto a la mañana mejor dispuesto y con ganas de estar pronto en el buque. Con mi única posesión del bolso de mano. Bajo a desayunar un desagradable café tipo jugo de paraguas, con leche en polvo grumosa y un vaso de agua salobre (a la que tendría que acostumbrarme) solo pude comer algo que parecían medialunas secas y viejas con gusto a goma.

Espera que te espera y el capitán José Boticcini no llega. Hasta que alrededor del mediodía veo acercarse a alguien con las características que tenemos los argentinos. Su manera de caminar, vestir, gestos que identifican. Me levanto y, sonrisa mediante, nos presentamos. Me explica el tema del papeleo, visa, pasaporte, en fin todo un trámite burocrático imprescindible para ingresar a puerto.

Lo sigo con mi magro equipaje, hasta la primer oficina donde presento pasaporte y Libreta de Embarque. Me recomienda paciencia porque los trámites son largos y tediosos. El aparato burocrático es denso y los empleados se toman su tiempo, hablan entre ellos o sonríen burlonamente con los pies apoyados sobre el escritorio, nosotros rigurosamente de pie. Llegamos a la última instancia, la Aduana. El capitán, que entre varias lenguas habla también el árabe, se desenvuelve con soltura, imprescindible para negociar con los funcionarios; el vista de aduana al revisarme el equipaje me pregunta:

¿Alcohol?

¡no! —le contesté.

Volcó el contenido del bolso sobre una mesa y apareció una hermosa botellita de vino chianti, regalo de Alitalia. Como en uno de los puntos anteriores de chequeo me habían confiscado la revista “Siete Días” con Graciela Alfano en biquini; pornografía según ellos, ahora me van a confiscar el vino, pensé. El tipo enfurecido arroja la botella contra la pared haciéndola pedazos. Rojo de furia llama a un gendarme, y a los empujones me introduce en un cuarto oscuro y vacío, una especie de calabozo donde soy encerrado, sin tener la oportunidad de poder hablar con el capitán, quedo detenido e incomunicado. Lo lógico era que pronto se aclararía el malentendido y me soltarían. No fue así, pasan las horas serían ya las tres de la tarde. Hambre, sed y miedo eran mis compañeros, sentía miedo mezclado con una bronca visceral. ¡Que carajo he venido a hacer a este país de mierda! —me pregunto, mientras un regusto amargo exacerba el sentimiento de culpa por haber elegido venir acá.

Sabía que los árabes tienen prohibido beber alcohol, pero no que, quién no lo fuera, también. Estar en posesión de alcohol, en su territorio es más peligroso que tener cocaína o robar y me salvé de un castigo mayor por ser extranjero. Me habrían azotando en la plaza pública como era costumbre. Donde también le cortaban las manos por robo o ejecutaban a reos mayores al estilo medieval, la decapitación bajo el filo de un hacha. Exhiben un patíbulo con su aspecto terrorífico como escarmiento en la plaza y a la vista del público.

Pocos años atrás, a fines de la década de los `60s Muhammar al-Gaddafi se había encaramado al poder. Derrocando al rey, previa revolución fundó la “República Árabe Libia Popular y Socialista” El pueblo, en esos momentos, mayoritariamente analfabeto y sometido a la autoridad arbitraria. Fundamentalistas religiosos y primitivos en sus usos y costumbres. El régimen imperante gobernaba al pueblo con un rigor absoluto y el fanatismo islámico, Infundiéndoles una interpretación del Corán muy particular, señalando a los no musulmanes como infieles, sin Dios y sin valor como personas. Todos éramos el enemigo.

El petróleo, que mana de las entrañas del desierto se manda a refinar a Italia, las usinas eléctricas y potabilizadoras de agua, más todos los servicios esenciales eran manejados por italianos en su mayoría, algunos españoles y alemanes.

El primer contacto con el pueblo fue bastante traumático y trato de entenderlos, son tan diferentes a nosotros y a nuestra cultura.

Pasan las horas y continúo mi encierro. Esa noche con hambre, sed, muerto de frío y lo peor, la incertidumbre sobre qué harían conmigo. Cada tanto los guardias abren la puerta de golpe y me miran mofándose de mis sobresaltos. Muy bajo los puteaba en castellano mostrando un gesto neutro.

Era ya de mañana, cuando volvieron a abrir la puerta, pero no me liberan. Pasado el mediodía. Tomé contacto con el capitán Boticcini que me dice

Tranquilo, ha podido ingresar al país, ahora lo van a dejar entrar al puerto, pero alguna sanción le van a aplicar, consideran que usted es una especie de delincuente, tómelo como quiera pero cuando le dirijan la palabra baje la vista no se le ocurra mirarlos a los ojos… no se olvide, estos tipos son xenófobos y muy estrictos referente a lo religioso.

Un oficial con gesto torvo se dirige a mí escupiendo palabras, lo miro de reojo y el capi traduce; dice que usted no podrá bajar a tierra y estará confinado hasta la zarpada, me exige que retenga su documento.

De acuerdo ¿Qué otra cosa podía decir?

Una vez en la calle, con una extraña alegría:

Capi, por favor invíteme con algo que me desmayo de sed.

Entramos a un mugroso café y me tomo casi un litro de gaseosa italiana. Por unos minutos logro olvidarme del sueño y el hambre. Después de tantas horas de encierro e incertidumbre fue el más maravilloso de los elixires.

El Ceibo” estaba fondeado en el antepuerto a la espera de turno para la descarga.

Libia, al no contar con depósitos en la cantidad adecuada para almacenarlos; los buques cumplían la función de silos. Al cabo de nueve meses con el buque fondeado el comprador debía pagar el lucro cesante. Convirtiendo la carga en guarda en un producto excesivamente caro y le buscan la vuelta para pagar lo menos posible o no pagar directamente, a raíz de ésta situación, surgieron conflictos con la mayoría de los buques argentinos, principalmente los de la empresa estatal “Elma” muy enredados para enumerarlos aquí. Una sola mención, en el “Río Lujan” su capitán fue desembarcado del buque a las trompadas porque la bandera de Libia había sido izada al revés.

El Servicio Exterior de la Nación, que deberían intervenir en éste como en otros casos, brillaban por su ausencia ¿Se abstenían? por acción, omisión o incapacidad.

Una vez que pude entrar a puerto, para llegar hasta el buque fondeado abordé un pequeño chinchorro a remo, conducido por un simpático lugareño, por las dudas lo miro de reojo. Pero individualmente los habitantes del pueblo eran maravillosos, con el tiempo y los viajes en bote, nos hicimos amigos.

A los tripulantes se los veía apáticos por el prolongado fondeo qué, al sumarse una cara nueva, salían de su sopor. Soy la atracción y motivo de regocijo del recién llegado. El contramaestre, de muy buena onda me presta ropa de trabajo hasta recuperar las mías. Ya me estoy adaptando al buque y feliz de estar en territorio argentino.

El buque es nuestra patria y la bandera Argentina al tope del asta de popa, pasea con nosotros por el mundo, la vemos más bonita que todas y nos llena de orgullo.

Llevo diarios y algunas revistas salvo “Gente” que todos leyeron con avidez las nuevas-viejas de nuestra patria. A solicitud agregué comentarios “frescos” del desastroso gobierno de Isabelita. Esa noche después de cenar, agasajado opíparamente, logré comunicar por radio con María, fue como si las distancias no fueran y los recientes acontecimientos no hubieran ocurrido, de hecho lo desagradable de mi experiencia reciente no se lo mencioné hasta pasado mucho tiempo.

En esa época sin existencia de comunicación satelital, muy lejos de la revolución en la telefonía, lograr una ligazón aceptable vía “Pacheco Radio” en Argentina, era la única forma posible. Las condiciones atmosféricas decidían si las conferencias serían legibles o no, caso contrario los ruidos de fritura inescrutable lo impedían. A Dios gracias María estaba mejor y recuperándose, me cuenta de Matías, sus descubrimientos y aprendizaje de cosas nuevas, con esa sensación de presencia tan cálida que ella sabía transmitirme. Sintiéndome cercano a casa, junto a ellos. La imaginación y esperanza iban juntas, eran un ancla fondeada a los afectos y la cordura.

Una vez que hice “uña” ese era mi lugar, mi mundo, aunque mi corazón estuviera lejos. Transcurrían los días alternando trabajos rutinarios y cazar ratas con artilugios inventados. El primer oficial de cubierta (pato Rodríguez) me invitó al centro de Bengazi y de paso a las oficinas de “Alitalia” para reclamar el equipaje extraviado:

No puedo, me prohibieron bajar a tierra, le dije:

No vas a tener problemas. Mirá ¿ves este permiso que nos dan para bajar del buque?, fijate bien, son todos iguales, difieren solo por un número de serie que no le da pelota nadie. Todo lo que tienen de jodidos, lo tienen de boludos estos turcos. Podés salir cuando quieras que no pasa nada. Era como una tarjeta plastificada sin foto ni nombre. Al decidirme a salir nos las pasábamos entre los tripulantes. Al principio temeroso que me descubrieran y fuera a parar de nuevo en cana; después tomando confianza salía todos los días a conocer el lugar, estirar las piernas y hablar con la gente. Al tomar contacto con el pueblo, noté que no eran malos como parecían al principio.

A las cuarenta y ocho horas, me avisaron que habían recuperado las valijas. En taxi al aeropuerto, otra vez el desierto inmenso y la cinta asfáltica que se desdibujaba por la arena azotada por el viento y la ciudad, al quedar atrás, ondulaba fantasmagórica por efecto de la difracción de la luz, que las ondas de calor provocaban.

Aparecieron las valijas con todas mis pertenencias aunque habían sido abiertas, no me faltó nada.

La ciudad, mugrosa por donde se viera con sus reminiscencias italianas en los edificios del centro y una pátina del polvo en suspensión que el viento nocturno se deposita sobre las cosas e invade todo, se pega en la piel y se siente en la boca como si comieras arena.

El zoco multicolor con el típico olor a especias, para no olvidarse del lugar. Bereberes venidos del desierto, negros como el azabache, vestidos con turbantes muy blancos, caminando o montados en camellos. Carnicerías instaladas en plena calle, con un tocón como mostrador donde descuartizaban la carne de camello, negra de moscas y que las señoras compraban como el mejor y más caro manjar.

Las oraciones diarias eran una rutina y todos los habitantes participan; a la salida del sol, a media mañana, entre las tres y las cinco de la tarde, al anochecer y la última al irse a dormir. El almuédano pregona desde los minaretes de las Mezquitas, a través de altoparlantes. El llamado a oración es cantado en una cadencia lastimera, quebrada y potente, los versículos del Corán con sentimiento místico.

En esos momentos se detiene el mundo, hasta acabar la oración. La policía controla el cumplimiento; dirigiendo la mirada a La Meca comienzan a orar, se postran primero de rodillas después con la cabeza y las manos tocando el piso. En plazas, calles y oficinas públicas, era ver a todos, mujeres y niños murmurando sus oraciones con sincero sentimiento y temor de Dios. Una sola vez había coincidido una salida con estos horarios, después traté de evitarlos, no solo por la molestia de detenerse y esperar sino para no ser considerado “infiel” y que te miren con odio, considerándote el enemigo pecador y, lo peor, sin Dios. Una vez nos tocó ir a la oficina del correo justo en las oraciones y no nos dio bola nadie hasta terminar, por lo menos pudimos esperar sentados.

En el puerto se ven movimientos de tropas y descarga de material bélico, vedado a la vista de los civiles. Otro tipo de descarga, por ejemplo de electrodomésticos era increíble verlos manipular los electrodomésticos, heladeras, televisores, etc. de cada cinco aparatos uno se les caía haciéndose pedazos contra el suelo y yacían como cadáveres apilados, nadie tocaba nada, tenían, más que respeto un terror descomunal a la policía o cualquiera que ostentara autoridad. Yo me manejo con soltura con mi “docutrucho” puedo moverme por todos lados sin inconvenientes.

El país en guerra, las patrullas militares se muestran en forma redundante en los lugares más recónditos de la ciudad. Al toparnos con ellos, debemos detenernos, levantar los brazos, abrir las piernas y de cara a la pared. Te revisaban minuciosamente, deslizando sus manos por tus intimidades, era humillante pero había que quedarse piola, no decir ni-¡ay!- El riesgo de hablar a destiempo era, como mínimo, sufrir un doloroso bastonazo en las costillas o entre las piernas.

Es común ver parejas masculinas tomados de la mano, como me tocó ver en los trabajadores portuarios que descargan el buque, algunos tienen relaciones homosexuales en un rincón de las bodegas y lo hacen a la vista, sin ningún pudor. A falta de pan, buenas son las tortas. Quién no tiene dinero para comprarse una mujer, debe conformarse con lo que hay más a mano y las autoridades no lo cuestionan, el Coran, al parecer, tampoco.

La salida del sol es “el” espectáculo único que graciosamente ofrecía la naturaleza. Al comenzar a asomar es una masa de fuego brotando de la tierra, por unos instantes se desparrama en llamaradas por el desierto, sobre la línea del horizonte. Al despegar la bola ígnea se eleva en el firmamento y parte del fuego se traslada de nuevo a la tierra. Desparramando lenguas incandescentes que demoran su ascenso al cielo.

El espectáculo dura lo suficiente para deleitar los ojos e imaginación. Los 45 días que pasé en Libia, esperaba esos amaneceres, siempre carente de nubes. Es como una ¿comunión con Dios? O tal vez la manera en que quiere representarse ante los hombres. En mi calidad de agnóstico dudo, pero no lo niego.

Al cabo de un mes, más o menos, nos mandan a muelle, para el comienzo de la descarga, demorada luego por los funcionarios del gobierno que buscan encontrar algún motivo de impugnación, por ejemplo declarar la carga contaminada y pagar mucho menos por el trigo en bolsas. Aducían que había ratas, algo muy normal en buques graneleros. La aseguradora con sede en Londres envió a dos inspectores para constatar la anormalidad que declaraban, pero los libios exigen además dos veedores propios; los británicos no aceptaron, finalmente y previa negociación, la inspección sería hecha por un inglés y un libio. Al cabo de largas discusiones que llevaron varios días. Comenzó la descarga llegando a la conclusión que el cargamento estaba libre de contaminación.

Sorpresivamente un funcionario de Gaddafi llega a bordo para reunirse con el capitán. Razón de sobra para levantar un acta de lo que se hable en dicha reunión, con la presencia de un oficial como testigo. Esa vez me tocó a mí, y el personaje visitante, delatando su alta investidura, ataviado con ropas muy blancas y sus facciones delicadas. Al hablar no movía un solo músculo del rostro inescrutable. Al dirigirse al capitán, lo saluda fríamente con una leve inclinación de cabeza, a mí me ignoró como si no existiera. A través de la traducción de Boticcini comienzo a redactar, pero el personaje pide que no se tomara nota de nada, el capitán acepta la petición aunque me indico permanecer en la reunión y ser testigo. El delegado del gobierno, elevando su voz con soberbia, dice:

¡Capitán, voy a ser directo con usted; el presidente Gaddafi quiere quedarse con su barco!

El capi lo miró con intensidad, no era de los que se dejan intimidar. Una temeraria jugada de ajedrez hecha por el moro, a la espera de la reacción de un sorprendido capitán; quién superando los sesenta, estaba de vuelta en todo, con una vida azarosa detrás, como cuando oficiaba de correo, en uno de los bandos durante la segunda guerra mundial, navegando en zonas beligerantes en un mar infestado de submarinos enemigos.

Tenía claro qué debía hacerse en éstas circunstancias. Tradujo lo medular de la charla que transcribí, luego, textualmente y como pude la conservé en la memoria, a pesar de que, en ese momento me temblaron las piernas y el corazón parecía escapar del pecho.

¿Qué puedo hacer para salvar al buque y la tripulación?

Podríamos fraguar un “pronto despacho” para que puedan zarpar… es cuestión de dinero, usted lo sabe y además no le queda mucho tiempo. Considerando qué, al concluir la descarga el buque debería zarpar de inmediato

¿Cuánto dinero tiene a bordo capitán? —¿Cuánto se necesita? —Considerando que el buque es prácticamente nuevo no es preciso que le diga cuánto —¿no le parece?

¡Todo lo que tenga capitán! —le contestó con gesto amenazante.

El capi se plantó frente al imperturbable personaje y se midieron sin desviar las miradas, fueron unos instantes tensos que parecía durar una eternidad. Dirigiéndose a la caja fuerte de su camarote, ante el funcionario árabe y yo como testigo, contó 750 libras esterlinas en monedas de oro y varios fajos de billetes en dólares y otras monedas fuertes incluyendo dinares que sumaban varios miles. El delegado contó la cantidad, tomándose su tiempo acomodó todo el tesoro en un maletín, giró 180 grados alejándose a grandes zancadas.

Voy a confeccionar el documento y se lo envío —antes de salir del camarote se volvió para decir:

¡Capitán, no es necesario que le pida reserva absoluta!

Apuró el paso y se retiró del buque sin saludar y sin haber dejado ni exigido firma alguna. El capitán detuvo la descarga y mandó reunión de oficiales. Al explicar la novedad trataba de quitarle dramatismo pero remarcando que era muy importante mantener el secreto hasta último momento. Por lo tanto no podíamos comenzar las maniobras de precalentamiento de máquinas, como correspondía, para evitar levantar sospechas en las autoridades de puerto, el resto de los tripulantes y trabajadores.

Falta poco para que anochezca, unas pocas horas que parecieron eternas. Con las sombras de la noche y el mínimo número de personal deambulando por los muelles, sería el momento ideal para el escape. Falta lo principal; el despacho, que esperamos en tensa calma. Llega a las diez de la noche, un jeep militar entró derrapando al muelle, hasta enfrentarse a la planchada del buque. Ahora era otro personaje aparentemente de menor jerarquía. Embarca apresurado y le entrega el documento al capitán en manos, retirándose luego sin dar explicaciones ni saludar. Hasta ese momento todo normal, continuan las tareas de descarga. Cuando restan unas tres mil bolsas, el capitán suspende la operación abruptamente, ordenando desembarcar, de inmediato, a guincheros, estibadores y resto de personal de tierra que presta servicios en el buque, éstos lo miran sin comprender pero acatan la orden perentoria, sin chistar.

Nueva reunión, capitán y oficiales, de inmediato, todos de acuerdo echamos a andar la operación “escape” La quietud de la noche electrizada de repente por la voz del primer oficial a través del sistema de altavoces: —Atentos personal de cubierta y máquinas, a sus puestos… corten amarras… motor principal en marcha… ¡Ahora, ya muchachos… nos vamos! —remarcó ahora el capitán a través del telégrafo de órdenes y a la voz de mando: -¡MÁQUINA AVANTE, TODA FUERRRRRRRZA!- Después de tanta aburrida espera, la sangre en torrente recibió una dosis sustancial de adrenalina que nos puso instantáneamente en movimiento. Arrancamos el motor principal sin el tiempo reglamentario de precalentamiento, en frío sacude al barco en temblores espasmódicos y arroja por la chimenea una humareda densa y negra, por efecto del combustible mal quemado. Como coyuntura, esta cortina de humo nos ayudaría a escapar.

En mi puesto de guardia nos abocábamos junto a mi ayudante para que todo funcione aceitado y sin inconvenientes durante nuestro turno. Los gruesos calabrotes de amarras hubo que cortarlos con tronzadoras eléctricas, el tiempo urgía, no había tiempo de desamarrar como hubiese correspondido. Despegamos del muelle la gigantesca molea a reventar máquinas, en la jerga: a black smoke. Sin la ayuda imprescindible de remolcador como hubiese correspondido, el capitán le imprimió más fuerza al  propulsor para poder salir del antepuerto. Encaramos la boca de acceso y comenzamos a remontar el canal que desemboca en el golfo de Sirte. Ya en navegación libre, quedó demostrada la maestría de nuestro veterano capitán. Atreviéndose en soledad, sin práctico ni remolcadores, sin cometer errores al comando de un Bulk-carrier vacío, sin tiempo para lastrarlo, donde la mitad de la hélice afloraba del agua, implicando dificultades de maniobra y para tomar velocidad.

El escape aún podía fracasar y debería ser abortado, pero si varábamos en los veriles del canal o se detenían las máquinas, sería un punto de no retorno y terminaríamos todos presos. Lo peor y más agorero de nuestros pensamientos no sucedió. La buena suerte nos acompaña y el Mediterráneo, hasta llegar a sus aguas internacionales, en unas millas de navegación sería nuestro; pero no debemos cantar victoria todavía. Desde la sala de máquinas, mando a mi ayudante a cubierta a ver que novedades hay, retorna rápido y muy pálido, dice:

hay un buque de guerra a babor, navegando muy cerca —¿Qué hacemos, Señor?

vamos a quedarnos cerca de las salidas de emergencia por si los turcos empiezan a los tiros, de última nos tiramos al agua —le digo para tranquilizarlo. A todos en general no nos cabía un alfiler, no podíamos adivinar cómo procederían los impredecibles árabes, que, si se les cantaba empezarían a los tiros sin temblarles el pulso.

Habíamos alcanzado velocidad de ruta, mientras que las bombas de incendio a full, continuaban cargando toneladas de agua de mar en los tanques de lastre. Una vez alcanzado el peso adecuado la hélice totalmente sumergida logró que el motor tomara rápido su temperatura de régimen, mejorando el rendimiento y la velocidad del buque. El noble y poderoso “MAN” se comporta como los dioses. Cerca del amanecer avistamos la isla De Malta y corregimos nuestro rumbo a cero grado norte, al estrecho de Mesina. En este punto el patrullero libio cae 180 grados alejándose hacia al puerto de Bengasi, no lo podemos creer hasta que lo vemos como se pierde en el horizonte. —¡Se fueron, estamos libres! —nos abrazamos sin distinción de rango y, el primer oficial “el pato’ Rodríguez tocó la sirena, repetidamente en pitadas largas que sonaban en potente “do” sostenido reverberando en el pecho como una caricia. Sabe Dios qué nos hubiera pasado si nos apresaban o nos pirateaban.

Para brindar no había nada —Alcohol ¡vade retro satán!— en Génova, donde nos dirigíamos por orden del armador, ya nos resarciríamos. Esa noche dormimos felices, el aire era otro, el mar nos acunaba y la brisa límpida acicateaba las ganas de vivir.

En el puerto europeo nos reabasteceríamos de víveres, combustible y, serviría como estrategia para desalentar una posible persecución, por parte del gobierno de Libia. Considerando que les llevábamos tres mil bolsas de trigo qué ya habían pagado al comenzar la descarga. Ahora eran nuestras, la ley del mar nos amparaba.

Para nosotros Génova fue como llegar a casa, a la civilización. Arribamos a fines de marzo de 1976, el día 24 cae el desastroso gobierno de Isabelita, nadie se alegró, y nuestra patria entraba en lo más oscuro de su historia, eso lo sabríamos después.

El contacto más cercano con nuestros seres queridos borró todas las angustias y renacieron las esperanzas.

                    Héctor Edgardo Scaglione

De Ijmiuden rumbo a Mar del Plata

 

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Durante el transcurso del año 1974 donde los conflictos gremiales, sumados a la intrusión de grupos terroristas. Asesinatos de dirigentes u opositores a plena luz del día lograron que, antes de perder la salud o la vida, preferí discontinuar y volver a los barcos.

Justo ese día, el que había rebasado la medida de mi aguante, de paso por la calle 12 de Octubre, a las puertas del correo, donde acababa de enviar el telegrama de renuncia, ensimismado en mis cavilaciones, alguien me grita:

¿Tanooo, tenés libreta de Embarque? Era Jorge Ciccero, capitán de armamento de la empresa pesquera en formación “Huemul”.

Buscamos jefe de máquinas y primer oficial para traer un barco de Holanda.

Fue tanta la alegría que ni siquiera pregunté por las condiciones, mi respuesta fue un sí rotundo.

¿Tenés pasaporte?

Lo tengo pero vencido.

Bueno, Argentina al fin:

Vas a tener que viajar a Buenos Aires y ver tal persona para acelerar el trámite y poder renovarlo en seguida.

En cuatro días tuve mi pasaporte al día e invité a mi amigo Pedro Monzón a embarcar como primer oficial. Después de los trámites pertinentes, volamos en comisión a Ámsterdam, de allí en auto hasta ¨Ijmiuden¨, un pueblito de pescadores sobre el mar del norte. El capitán, un belga veterano de la segunda guerra mundial, Jorge Desommer que, como otros paisanos suyos, en la década del ’50 llegaron a Mar del Plata desde una Europa devastada y empobrecida por la guerra, trayendo como único patrimonio el oficio de la pesca de altura y muchas ganas de trabajar. Jorge. Buen conocedor del tema, para facilitarnos el trabajo de recepción de la unidad ya se encontraba en Holanda.

El buque al que íbamos a traer en pilotaje (traslado) pertenecía a una familia de pescadores holandeses cuyos miembros, incluidos mujeres y jóvenes, casi niños, estaban embarcados como tripulantes. La esposa, una vigorosa cocinera de a bordo, en sus momentos libres tejía redes de pesca junto a los hombres. Nos entendíamos con ellos mediante la traducción del Neerlandés que hacía Jorge, pero se confundía, nos contestaba en flamenco y les preguntaba en castellano a ellos, terminando todos a las risas y sin entender nada, él menos y además se enojaba.

Lamentablemente con Pedro estuvimos poco tiempo en Europa, nos urgían llevar el barco lo antes posible a la Argentina. Los maquinistas fuimos los últimos en embarcar. El resto de los tripulantes ya estaban a bordo del buque, ahora con el nuevo nombre con que fue bautizado a la distancia “San Lucas”. De todos modos, fuimos varias veces junto al capitán a Ámsterdam a nuestra embajada a fin de ultimar temas consulares referidos a la tripulación y al barco. Los ex dueños de la embarcación pasaban mucho tiempo con nosotros para facilitar lo que necesitáramos y les dolía en el alma que nos llevásemos algo tan preciado por ellos, parte de su propia vida. Nos recibían en sus viviendas que estaban ahí nomás cruzando la calle, a comer o tomar una copa encomendándonos (sic) que les cuidemos el buque.

Es una embarcación noble y les hará ganar mucho dinero ―nos decía su ex capitán.

Una tarde zarpamos y los rudos hombres lidiadores de tormentas del Mar del Norte, junto a sus familias, fueron a despedirnos al muelle mientras agitaban las manos y con alguna lágrima escapada sin pudor. Nos seguían con los autos y después a pie a lo largo de la escollera hasta llegar al extremo, después los perdimos de vista.

El buque con sus 47 metros de eslora era una cáscara de nuez que, en el Mar de Norte con olas cortas, contundentes y con la bodega vacía era una coctelera infernal. Para colmo teníamos mal tiempo, lluvia y poca visibilidad, pero llevábamos un especialista en esas latitudes: Desommer, aunque también se mareaba, para no ser menos, pero no se movía de su puesto. Considerando que en esa época solo nos guiábamos con sextante para la navegación astronómica y cuando estaba nublado se navegaba por estima.

Nuestro cocinero de a bordo, el alemán Rolf Baddak, ex artillero del acorazado “Graf Spee” el mismo de la batalla del Río de la Plata cuando los ingleses instaron al gobierno uruguayo para obligarlos a zarpar aunque estuviese en reparaciones y limitado en la operatividad.

Hans Langsdorf, su comandante en el hotel de Inmigrantes de Retiro, una vez que hubo entregado a la tripulación sana y salva a las autoridades Argentinas, y para evitar que el buque cayera en manos enemigas, decidió hacerlo volar y hundir en la boca del río de La Plata frente a Montevideo. Desde el principio todos los tripulantes fueron confinados allí, el capitán, que a sí mismo se consideraba renegado del nazismo, envuelto en la verdadera bandera alemana, se quitó la vida. Rolf, en históricas fotos de la época se lo ve en primera fila portando el ataúd cubierto con la bandera alemana, y él vistiendo su uniforme naval.

Rolf, una vez que Argentina declarara la guerra a Alemania, quedó como prisionero atenuado y fue internado en Tandil, donde conoció a una chica argentina con la que se casó al poco tiempo, tuvieron dos hijos y vivieron para siempre entre nosotros. Los demás tripulantes en su mayoría, retornaron a Alemania otros, se instalaron en Villa General Belgrano Córdoba, y los solteros fueron en calidad de prisioneros para la reconstrucción de Londres.

Con Pedro forjamos junto a Rolf una amistad continuada luego en Mar del Plata donde. En vivo y en directo nos contaba historias de la guerra y, entre otras cosas nos muestra el álbum con fotos documentales del acorazado, que su señora, al negar que lo tenía pudo salvarlo de la requisa de las autoridades. Era un documento único donde mostraba las operaciones de guerra. Su capitán en uno de sus rasgos humanitarios, rescataba a los tripulantes de los buques antes de hundirlos, cosa que los ingleses jamás hicieron.

En una sucesión de fotos incluía las secuencias en un orden histórico, hasta la culminación del buque volado, hundido y su capitán fallecido.

Bueno, el caso de Rolf fue muy particular, como buen europeo tanto él como el capitán belga embarcaron víveres para una cocina diferente a la Argentina, mucho fruto del mar, arenque en diferentes formas, ahumado en escabeche o fresco. Con Pedro, de parabienes porque nos encantaba el pescado. Pero para el resto de los tripulantes no era tan así y el malestar cundió entre la marinería. El viaje largo y con poca actividad, salvo las guardias, los ánimos comenzaron a caldearse, principalmente contra el cocinero y peticionaron al capitán para que lo cambie. Jorge cedió a la presión y puso un marinero gallego elegido por ellos, vago, jugador, mal entretenido y borracho, aunque se comprometió seriamente en cumplir con la cocina. Lo hace un par de días hasta que lo traicionó su índole.

Esto sucedía antes de llegar al primer puerto de recalada en Las Palmas de Gran Canaria. Pedro (con mi anuencia) decidió ocupar condicionalmente el cargo vacante de la cocina, solo preparaba comidas para el capitán, el segundo, el alemán y nosotros dos. Había una tensión que se podía cortar con un cuchillo. La marinería ocupada en timbear a toda hora, comían lo que podían o encontraban cuando reinaba el hambre. El malestar se manifestaba, solo “soto-voce”, a Pedro no lo desafiaba nadie pues era demasiado grande y los “malos” bastante cobardes para desafiarlo.

En Canarias en respuesta a la timba desaforada de los marineros, nos quedamos, entre otras cosas, con los clavos para madera que usaban como fichas para contabilizar las deudas de juego. El cocinero español, por ejemplo, estaba en bancarrota, había perdido el esfuerzo del trabajo y debía plata a todos quienes jugaban. En un ambiente cargado, antes de llegar a Recife, norte de Brasil, nos tomó un raro temporal con vientos fuertes (resaca de un huracán del caribe), los marineros se fueron a dormir y junto a Pedro hicimos la operación “desaparición de naipes”. Dos eran los juegos que tenían, incluidos los pocos clavos para madera que habían recuperado, tiramos todo al agua. Al otro día, ya con el mar sereno, se aprestaron a continuar con las interrumpidas sesiones de juego. Al notar la falta se armó un quilombo descomunal. Se echan culpas unos a otros de haber escondido las cartas, los que perdían de los que ganaban y viceversa, nos preguntan a nosotros y nada. Lo que más les dolía eran las listas, las únicas que tenían, porque era dinero contante aunque no sonante y la discusión subida de tono llegó a Jorge, e intervenimos nosotros dándole apoyo. Prohibió terminantemente jugar a bordo por plata so pena de hacer una exposición en Prefectura, o una arribada forzosa al puerto más cercano, que era peor. Nunca supimos si desconfiaron de nosotros. Pero a Pedro le temían como para insinuarlo siquiera.

Jorge, el capitán, que durante la segunda guerra mundial trabajara para los ingleses en buques de cabotaje. Las limitaciones propias del momento lo habían condicionado más que al capitán, por ejemplo, el haber pasado tantas necesidades y hambrunas, ahora cuando el mozo nos servía, si mi plato parecía más abundante que el de él, solicitaba más para igualar o pasar esa medida y lo decía tan seriamente que causaba risa, pero no daba para reírse. El temor de pasar hambre lo tenía encarnado en su personalidad, tal es así que, por las dudas guardaba comida debajo de la litera hasta que los vahos nauseabundos brotaban de su camarote.

Una vez arribados al puerto de Mar del Plata nos despedimos con un ¨hasta la próxima¨ y, como en una constante entre la gente de mar, con alguna excepción, a la mayoría no los volví a ver. Pero, entre quienes esperaban nuestro arribo, además de las autoridades, estaba María, mi novia, nos vimos nos enganchamos con la mirada como si fuese un hilo de plata y de un salto bajé del buque, corrí al reencuentro  y nos dimos el abrazo más emocionante de nuestras vidas. Al llegar el treinta de noviembre nos casamos.

        Héctor Edgardo Scaglione

 

UN RETORNO ESPERADO, la historia.

 

HOMBRE (2)

 

En vísperas de lo que promete ser una fiesta, las ansias para que llegue el momento invade al país, en especial a la eufórica Buenos Aires. No es para menos, luego de prolongado exilio y de muchas vicisitudes, llega el protagonista que, para bien o para mal había cambiado la historia de la Argentina.

La alegría electrizante se manifiesta en el brillo de los ojos de gente muy joven y la de los sin edad.

¿Vamos a Ezeiza a esperar al Macho? ―Me pregunta Sergio, amigo de filosóficas charlas de café y dueño del puesto de diarios en Carlos Pellegrini y Corrientes, justo frente al recordado bar ¨Colosseo¨, que ya no existe.

Seguro que sí, vamos. Le contesto.

Precisamente desde la plazoleta del obelisco salen los micros que llegan hasta la intersección de Av. General Paz y la autopista Richieri, el tramo restante, en medio de la muchedumbre, como se estableció, se continuará a pie.

Aquel martes 19 de junio de 1973, vísperas del día de la bandera, todos querían estar en Ezeiza para verlo, acercarse a él, poder tocarlo. Sería como un acto religioso generador de movimientos de masas nunca visto. Desde el día anterior hubo desplazamiento de contingentes desde todo el país que, al converger se convirtieron en verdaderas mareas humanas. Pese al peligro que ello significaba, los dirigentes partidarios demuestran, como siempre, idoneidad en el manejo de muchedumbres.

A la una de la madrugada de aquel miércoles 20 de junio subimos al micro gratuito que se llenó hasta los estribos. Cuando pudimos acomodarnos, un conocido nuestro se acerca y nos muestra, como si fuera la más preciada de sus posesiones, una pistola calibre 11.25.

Por si hay bronca con los de base, nos dijo.

El gesto decidido en su mirada, nos hizo considerar aconsejable no permanecer cerca de él y, apenas puestos en movimiento comenzamos a separarnos. Los ocupantes a coro cantaban la marcha partidaria hasta quedar roncos. Sergio y yo, como muchos, compartimos el desplazamiento por pura curiosidad y una pizca de entusiasmo.

Una vez llegados al cruce de las avenidas, había que caminar y lo hicimos acompañados por una gran cantidad de gente que brota desde centenares de micros, mezclados con los que llegan de a pie convergiendo en ese punto, como la cosa más habitual. Serían ya alrededor de las tres de la madrugada cuando nos encaminamos al puente Nro. 2.

Cada tanto nos sentamos en los bancos de troncos que bordean la autopista, mientras pasan los contingentes bien formados portando carteles que abarcan el ancho del viaducto. Muchos de quienes están sentados a la vera del camino, extienden las manos para ¨acariciar¨ el trasero de las muchachas a medida que van pasando. Éstas no dicen ni ay y los varones que las acompañan, evitando males mayores y no entrar en conflicto, tampoco.

A pesar de ese anónimo y repugnante accionar, continuamos nuestra marcha. Alrededor de las 8 de la mañana cuando los tenues rayos del sol invernal comienzan a iluminar. Con nuestra ropa y la piel impregnadas de humareda y olor a choripán, llegamos al puente N.º 1.

Lo que podemos ver a la luz que ese frío amanecer marca la verdadera dimensión de la desaforada multitud. No solo la cinta asfáltica rebalsa gente, también se extiende a las praderas aledañas.

La multitud es una Hidra de mil cabezas y, en el electrizado frío de esa mañana es como un presagio de la violencia que podía desatarse. Bastaba una orden, un movimiento en falso o cometer el mínimo error para desatar la hecatombe.

Los baños químicos instalados en cantidad y distribuidos en forma estratégica, rebalsaban mierda, y la gente sin distinción de sexo ni edad, hacen sus necesidades a la vista de todos sin ningún pudor.

En el puente sobre la Richieri, el elegido para los discursos, constaba de una tarima con cristales blindados y debajo, cerrado en forma de casamata también blindada, al mando del coronel Jorge Osinde con las tropas de mercenarios argelinos, rubios, altos y armados hasta los dientes, dispuestos a defender la vida del líder, matar o morir en su nombre.

Al cruzar al otro lado del puente, el panorama muestra otras caras de la Hidra ¿Hércules podría derrotar a semejante monstruo? Jóvenes recién llegados, pelilargos y barbados, bajan de una cantidad variopinta de micros, abren las mochilas desplegando sobre el césped el contenido, un verdadero arsenal de armas largas de gran calibre que, sin el menor recato y a la vista de todo el mundo montan con parsimonia, gatillando en seco para probarlas.

La muchedumbre, como hipnotizada, todavía no mide las consecuencias de semejante despliegue y trata de llegar como puede al puente N.º 1 para que, luego de aterrizar el avión que lo trae desde España poder verlo, tocar o estar cerca de él.

 

En vista del peligro que se cierne, con Sergio comenzamos a desandar el camino. Las cabezas de la Hidra ahora, al darse cuenta que estamos alterando el orden, giran en nuestra dirección y nos gritan:

¡Vuelvan porteños, no sean cagones!

Somos una manteca en nuestra debilidad y, para evitar males mayores, contestamos a la vociferante turba, con los brazos en alto haciendo la V de victoria al grito de: ¡VIVA PERÓN, CARAJO! Era nuestro salvoconducto demostrando que éramos de ellos. El regreso sería largo, cuando alcanzamos a alejarnos unos doscientos metros del puente y rodeamos una masa de árboles para cubrirnos de los tiros que, a continuación, como una premonición los hubo.

En vista de la violencia reinante, por razones de seguridad el avión que traslada al líder desde España, debió aterrizar en la Base Aérea de Morón y la gente enardecida, al no poder verlo, hizo aumentar la enormidad de La tragedia que ya se ha desatado hasta el puente dos y se extiende a lo largo de la Richieri y el cruce con la General Paz. Las ambulancias no dan abasto en sacar heridos, después cuerpos apilados, es terrorífico.

El gobierno de Héctor Cámpora decreta estado de sitio y, algo muy común en la época, salen las tropas a la calle, y se instalan en los puntos estratégicos. En tensa espera y que no se fuera a extender el conflicto, hasta ahora local, y quedar nosotros dentro de la encerrona. Hablamos de cualquier cosa para ahuyentar los fantasmas. A través de la red de altavoces, se sigue escuchando la voz de varios oradores de verba encendida, entre ellos la de Leonardo Fabio que, con poco éxito y desesperadamente llama a la reflexión, los violentos no pueden ni quieren parar la máquina infernal.

Nunca se supo la cantidad de muertos que hubo. Muchos cuerpos en estado de descomposición se encontraron tiempo después, colgados de las ramas de los árboles o desperdigados por el monte en medio de pastizales.

Cruzamos miradas con Sergio.

¡Rajemos que esto se está poniendo pesado!—

La retirada no sería fácil. Alejado de la cinta asfáltica, elevé la vista a la copa de un árbol, para toparme con las de tres francotiradores con armas largas, uno hacía puntería en dirección al puente y accionó el gatillo, el estampido resonó como si fuese el inicio de una guerra, quedé paralizado. Era la orden y los disparos, por momentos se sucedían en forma graneada.

A poco de comenzar la caminata de regreso, es mucha la gente que nos acompaña para alejarse del peligro.

Alrededor de media mañana continúan los disparos, tiro a tiro o en ráfagas de ametralladora, luego el ulular de las sirenas de ambulancias para rescatar heridos o muertos. En esos momentos todo es confuso y la sensatez indica poner distancia.

Esa noche se propagó el esperado mensaje en cadena por televisión y radios, la voz del líder que, en tono conciliador como era su estilo según conviniera, dijo:

¡Compañeros y compañeras, vayan tranquilos a sus casas, ya los visitaré en cada provincia, cada barrio, en cada rincón de nuestra patria! Y siguió la perorata.

Mágicamente se enfriaron los ánimos de la turba y no ocurrieron los desmanes tan temidos. La masa humana no avanzó sobre el centro y Barrio Norte como se esperaba, se fueron desperdigando. Nosotros desde la General Paz hicimos dedo hasta Rivadavia y desde ahí al centro que, ese atardecer de una Buenos Aires de rostros asustados y con muchos uniformes verde oliva.

Al dejar atrás aquel panorama de pesadilla y llegar a la “civilización” fue como despertar de un mal sueño.

Muchos de los manifestantes retornaron a sus provincias y otros pasaron a engrosar los barrios de emergencia periféricos.

        Héctor Edgardo Scaglione

Aquel suceso en Mar del Plata

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El sol fulgura con presagios del verano que se acerca, y el paseo por la Bristol hasta el Torreón del Monje es un ritual convocador de marplatenses y turistas. José Luis, dueño de la “Sedería Reims” también pasea junto a algunos amigos aprovechando el sol y para alejar la palidez invernal.                                                                                                                                               

Alegre y ocurrente, con una sonrisa a flor de labios, querido por sus empleados, amigos y vecinos con quienes siempre hacía algún comentario risueño o alguna chanza con los chismes locales.

Mar del Plata en los años sesentas era un pueblo grande y todos se conocían.

Un día, el extrovertido José Luis desapareció sin avisar ni siquiera a los familiares o amigos; se esfumó. Se tejieron diversas hipótesis: Que se había ido de viaje a alguna provincia con alguna amante, que andaría medio rayado; que se había tomado un recreo y ya aparecería. De acuerdo con su personalidad esto no era normal en él, familiero y muy apegado a sus rutinas. Hasta se llegó a decir que lo habían llevado los extraterrestres con auto y todo.

Los secuestros extorsivos existían pero eran una rareza, de manera que nadie mencionó esa posibilidad. Pero la policía, a instancias de su familia lo buscó intensamente.

Al no haber dejado nota alguna, no existía ni la más mínima pista para encontrar la punta al ovillo y seguir el rastro. Con el tiempo todo el mundo se fue olvidando de José Luis. Las autoridades judiciales cerraron el caso y su desaparición quedó como una anécdota picaresca o escabrosa que causó sufrimiento a sus seres queridos.

Sin relación aparente entre un hecho y otro, seis años después, uno de los cruceros internacionales que solían recalar en nuestra terminal marítima, al momento de zarpar, cuando se separa del muelle, su la quilla toca un obstáculo en el fondo, que detiene la arrancada. Tal acaecimiento pone sobre aviso a las autoridades portuarias que decidieron enviar de inmediato buzos para ver de qué se trataba.

Esa tarde de primavera de 1969, en plena caminata por el Bulevar Marítimo, veo en el extremo de la escollera norte la pequeña aglomeración de curiosos, entre ellos yo que me agregué para ver de qué se trataba.

Una grúa de brazo extensible está extrayendo algo del fondo del mar, para ver mejor me acerco entre los que se agolpan. Dicen que son los restos de un automóvil, más precisamente de la parte delantera. Cuando los buzos, en el lecho marino pasan las eslingas de acero para sujetarlo e izarlo a superficie, es la parte de un coche fácilmente identificable, un Ford Falcon que chorrea agua. Tiene un corte transversal, justo a la mitad como si hubiese sido con un cuchillo gigante -la quilla del buque, al pasar por arriba partió al auto en dos- el resto se encontró bastante bastante conservado.

El paragolpes está entero y el cromado bastante bien, las dos cubiertas infladas, la carrocería de color azul oscuro y la chapa patente muestra la numeración algo borrosa; había que mirarlo bien para notar que el agua había roído el tapizado y parte de la carrocería,

Uno de los buzos que realiza las tareas, vio algo en el asiento delantero. Al sacarlo para llevarlo a superficie se encontró con la risa macabra de una calavera. La toma en sus manos con delicadeza pero en el camino a superficie, se desintegra. Pero, la acción del agua, de todas formas, no alcanzó a borrar todos los rastros de su único ocupante. Del lado del conductor, enredados entre los pedales, un par de zapatos con sus medias curiosamente conservadas con restos de huesos en su interior, quedaron expuestos impúdicamente a los curiosos junto a la mitad rescatada del auto.

Atando cabos para dilucidar el misterio. Sucedió esa noche, la elegida seis años atrás, lluviosa, fría y desapacible por demás. La escollera norte con mala iluminación y descuidada como siempre. En esa época era un terreno llano, sin construcciones ni obstáculos, se encontraba libre de buques amarrados, pescadores nocturnos y parejas de enamorados a bordo de sus autos.

El desesperado al volante del Falcon azul, consideró atractivo el lugar y el momento. La escena tantas veces elaborada en sus pensamientos, la tenía a su alcance y en ese momento podía concretarla.

El conductor, toma distancia para asegurarse una buena velocidad final, y como para acentuar la resolución tomada, se aferra fuertemente al volante. Con una sonrisa cargada de presagios, inducida tal vez por los fantasmas que no dejarían de atormentarlo, le va a hacer un clic a la vida.

Acelera a fondo, dejando a su paso un chirrido de neumáticos y olor a goma quemada. En alocada carrera cuando sobrepasa el borde de la pared de piedra del muelle, el auto vuela por los aires, en un momento pareció detenerse en el espacio como una marioneta que realiza su última contorsión y cae al agua en un estrépito silencioso.

Al hacerse los peritajes, a pesar de los seis años transcurridos, la parábola que realizó el auto en su vuelo como si fuese un proyectil, cubrió una distancia considerable desde el muelle hasta donde fue encontrado.

Según cálculos, en el tramo de unos ochenta metros aceleró a fondo, superando los cien kilómetros por hora y al caer al agua se sumergió enterrándose en el barro del fondo, lejos del lugar de amarre de los buques.

No hubo dudas sobre la identidad de los restos humanos. Los datos del coche por su patente hablan de la filiación del dueño. Se intentó descubrir sin éxito qué laberintos intrincados de la mente le provocaron tomar semejante determinación.

             Héctor Edgardo Scaglione

Nota: El hecho fue real, los nombres ficticios.